jueves, 27 de diciembre de 2012

Un corazón de hielo.


Jamás recibirás esta carta. Quizá sea porque no existas. Quizá. Aunque no te preocupes, nunca me ha importado. Así es más sencillo. Yo te amo y tú no me atormentas con el espectro de un idilio perfecto que solo lo es porque no lo será nunca. El amor tendría que ser así, irrealizable y tortuoso, pero inquebrantable. No debería poder ser tocado, porque al amasarlo y sentirlo completo se corrompe, se agrieta, se erosiona y pierde su voluptuosidad. La cáscara cae y tan solo queda el hueso; sin néctar, sin carne, sin vida, tan solo el recuerdo de un sabor dulce e intenso.

Me contradigo. Lo sé. Deseo poseerte aún cuando prefiero que no respires. Es una partida que no puedo ni tampoco quiero ganar, pero no me resigno a perderte. Es por ello que he intentado traerte a este mundo con tremebundo ímpetu. Te he convertido en diosa en mis sonetos, te he engendrado como diva en mis bocetos y en mis óleos; he tratado, en definitiva, de proyectar la imagen de ti que reposa en mi mente, pero nada ha servido. Las palabras se tornaban ambiguas al releerlas y tu espíritu se escurría entre los trazos de grafito, y al dibujarte con mi patética técnica, tus ojos no eran tus ojos ni tu piel tampoco era esa tez rosada regada por pecas. Lo he intentado hasta la desesperación, he probado a retratarte rebosando ajenjo y cocaína. Y lo que durante el éxtasis me pareció la perfección, al volver de lo más cerca que he estado jamás de la muerte, era una aberración. No he vuelto a hacerlo, al menos no mezclando, pero me di cuenta de algo entonces. Esa culminación que vino y se fue, tan efímera, me dejó acariciarte.

No pienses que desistí. Encontré la forma de llegar hasta tu esencia. Hice de un amorfo titán de hielo, tu figura. Te hice nuda, tal y como lo eres en mis fantasías: con el cuero terso y brillante. Le arranqué al monstruo deforme todo lo que no eras tú, como si de la cierta pesadilla de no tenerte jamás, emergieras y me helaras, con un beso en el cuello, la sangre. Tus ojos se abrieron cuando el cincel les dio la luz, y en uno de los pellizcos que la lima le asestó, me pareció ver bajo la escarcha, la intensidad de un Sol  desintegrándote con un ritmo cruel. Pero aún así, tan cristalina era tu mirada como en los sueños.

Te hice a medias. Ya sangrabas agua cuando apenas pude perfilar tus pezones. Pero eras bella, tan bella como jamás te he visto, y efímera. Te acaricié sabiendo que la canícula de mis dedos adelantaba tu extinción, te abracé y te besé, pero sobre todo te contemplé. Vi, sentado en el suelo y empapándome de ti, como tus ojos se convertían en lágrimas y como se formaba un pequeño lago en lo más alto de tu cabeza, que de vez en cuando desbordaba y erosionaba, con el paso del líquido, tu contorno.

Cuando tan solo un pedazo de tu pecho quedaba por deshacerse, lo sostuve entre mis manos, y con los latidos de mi corazón te devolví a la celda de mi ficción.

martes, 11 de septiembre de 2012

Defunto.


Estar muerto es algo así. Comer cuando tienes el estómago vacío, porque hasta los muertos necesitan nutrirse, respirar cuando lo necesites y, en general existir. Casi es lo mismo que estar vivo, pero estando muerto. Los que no viven deben sentir algo ahí, en el pecho. Algo extraño, una pequeña presión que te indica que efectivamente; no estás vivo.  En ocasiones arde, otras veces está hueco, pero hay una presencia  intangible que no cesa. Sé que estará pensándolo, y ya sé que tiene ciertas similitudes, pero sacar  la conclusión de que estar muerto es como estar enamorado es algo precipitado. No es que los muertos no puedan tener erecciones. Yo creo hasta haber visto hijos de muertos. No, no es eso.  La diferencia ha de ser otra. Se dice por ahí, ya sabe cómo es el vox pópuli, que el corazón de los muertos no late y que la sangre no fluye. Mentira.  Es más, yo, desde mi defunción les aseguro que aquél que se haya atrevido a decir tal sandez carece de vida. 

Creo, querido lector, que habrá hecho un chasquido de dedos mental y se habrá dicho así mismo: “¡Ya lo sé, ya sé por qué un muerto está muerto!”. Pero ya le adelanto yo que no, no es por eso. Los muertos también pueden tener pasiones.  No sé si podrán llegar a enamorarse.  Aunque desde mi experiencia le daría unas palabras afirmativas, pero quién sabe; cada muerto es un mundo. No siga por ahí, no, tampoco es cuestión de tener alma o no. Para afirmar que los muertos tienen alma, primero tendría que saber qué es el alma. Yo no sé que es, pero si quiere le digo qué creo que es, que son dos cosas muy distintas. Desde la llanura de mi perspectiva, el alma es miedo. Miedo a uno mismo. A la propia existencia; miedo a que lo que somos, en nuestra entera totalidad se deshará algún día en larvas de vaya usted a saber qué insecto. Sería triste que existiésemos -ya no digo vivir- casi cien años. Años repletos de minutos, segundos y cosas que aún pasan más rápido que los segundos haciendo cosas. Casándonos, trabajando o bienviviendo si tiene suerte para que llegado el día, todo este tiempo empleado en algo se esfume. No podría ser eso. El alma es como el albarán de la existencia, indica más o menos las cosas que has conseguido en existencia. Si, ya sé que pensarás que hay quien es recordado para la posteridad… Tiene suerte, estimado lector, de que las carcajadas no queden escritas todo lo bien que queden en persona. ¡Qué más da, si al final, el que te va a recordar será otro desalmado! Es por eso que dicen que el arte se hace con el alma. El arte es puro miedo, ya se lo digo yo.

Pero, volvamos al análisis de la picadura pectoral de los defuntos, término que me acuño yo aquí rápidamente. Hasta ahora no ha acertado ni una. Al final me forzará usted, a que le diga qué cosa es esa presencia en el pecho. Pues bien, vista su torpeza se lo diré. Son lágrimas atrapadas. “¡Qué cursi!”, pensará. Pero piénselo detenidamente. Las lágrimas manan del pecho y luego ya, en última instancia, salen por los ojos. Dato, que si no sabía ya lo sabe. Resumiendo el asunto. Estar muerto es no poder llorar. Y es una buena diferencia, más bien una condena para los defuntos. Todos sabemos que el dolor que puede soportar un hombre supera con creces las dimensiones físicas del mismo. Por eso, se comprime tanto que se convierte en estado líquido. Algo sabrá usted de física, digo yo. Y ahí se guarda, en el pecho. Y ya cuando uno llora se deshace del dolor. Si no, ¿para qué se pensaba que servían las lágrimas?
Supongo que la duda que le asalta ahora es la causa de la defunción. Bueno, eso es lo más sencillo de todo. Ocurre que cuando un vivo recoge dolor en exceso y no lo evacúa, al final el dolor, de tanta presión acaba solidificándose. Y oiga, hasta donde yo sé el dolor no se caga.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Entre el salitre.


Leonor, cariño, ¿te importa si nos sentamos aquí? El sol está a punto de ponerse y me gustaría verlo, además, de la caída del otro día tengo la rodilla hecha unos zorros. ¿No me digas que no es precioso? No me canso de ver cómo el mar se va apoderando de la luz a pellizcos hasta que solo queda esa bruma rojiza arrullándome los recuerdos. Esta cala tiene algo; no hay día que venga y el ir y marchar de las olas no consiga desenterrar el tesoro que hemos ido guardando, con los años, bajo la arena de esta playa. El tesoro no es otra cosa que nuestras vidas. Que sí Leonor, no me pongas esa cara que aquí hemos vivido mucho. Tú siempre tan escéptica…
Hemos tenido una vida muy romántica, aunque quizás sea yo el que le ponga glosas de fantasía a las páginas del pasado. A lo mejor tú no lo recuerdas así, pero eso es lo de menos, las historias son de quien las cuenta. Y fíjate, que la historia de nuestras vidas es la que más me gusta contar, pero jamás sé dónde empieza; con eso de que nos conocemos desde el colegio es difícil ponerle un año a la primavera de nuestro amor. Yo creo que este lugar tuvo algo que ver. ¿Qué tendríamos veinte años, no? Lo nuestro era muy raro para el momento, tan raro que nadie sospechaba que te escapabas por las noches, y menos para juntarte conmigo aquí. Me acuerdo que por aquel entonces empezaron a aparecer las suecas en bikini y no había macho español que se resistiese a comprobar si aquellas sirenas venidas de tierras lejanas se tapaban tan poco como decían.  Ahora queda muy bonito decirlo, pero nunca me interesaron demasiado. Te tenía a ti casi todas las noches chapoteando a unos metros de donde estamos sentados ahora. Tan sólo cubría nuestra desnudez el manto traslúcido que la luz de la luna creaba a ras de la marea. Aún puedo sentir el calor del agua que te envolvía. ¿Tú dirías que ahí ya nos amábamos? No sabría que decirte. ¿Tú crees que sí? Yo tengo la teoría de que fue el fulgor de la luna, el ronroneo de las olas, el sabor salobre de los besos y las citas submarinas de nuestras manos las que convirtieron un experimento pueril en un pacto de mutua dicha eterna. Más que una teoría, estoy convencido de que fue así.
Pasaron los años y jamás dejamos de venir. Pero ya veníamos a otra cosa. El tiempo te coloca un sayo de pudor del que no consigues deshacerte y dejamos atrás la voluptuosidad de nuestros baños  para encomendarnos al paseo y a la lectura. Y no pienses que digo esto disgustado. Los chapuzones me gustaban, pero supongo que cada etapa de la vida tiene sus bondades peculiares. Quizás nos faltó tener hijos. En muchas ocasiones me he preguntado por qué nunca nos aventuramos. Pero da igual, no me arrepiento, ahora ya es tarde. La vejez convierte la pira de la juventud en un manto de ceniza. Aunque reconozco que me habría gustado traerlos aquí, si es que hubiésemos tenido más de uno, a pasear cogidos de la mano. Ya cariño, ya sé que soy un cursi. Siempre lo he sido, a estas alturas no tiene sentido tratar de ponerle remedio.
Venir aquí es pasear por nuestras vidas, o como a mí me gusta decir, contar las joyas de nuestro tesoro y contemplar que tan brillantes y tan bien pulidas se conservan bajo la arenilla de nuestro romance. Y al revés lo mismo, rebuscar en las memorias de nuestro devaneo es caminar sobre esta arena. Me alegra ver que te hace reír verme sensiblero, divagando como un viejo bobo. Sí, tú ríete, pero luego eres la primera a la que le brillan los ojos como una tonta cuanto te digo de venir aquí. En el fondo, te gusta este sitio a ti más que a mí. Y eso ya es decir. ¿Sabes qué? Esto nunca te lo he dicho. Si tu hermana no se hubiese puesto como una posesa cuando se lo comenté, te habría incinerado y habría esparcido tus cenizas por esta misma orilla. Casi me mata cuando se lo propuse. No le culpo, ella no puede imaginarse ni la mitad de lo que aquí hemos pasado juntos.
¿Qué porqué sigo viniendo aquí todas las tardes a hablar contigo? No me lo preguntes como si no te gustase que viniese, Leonor. Si vengo es porque te quiero. Además, tú siempre decías que somos lo que vivimos, con ese tono de voz tan categórico y pragmático que te ata a la realidad. Por eso vengo aquí siempre que puedo, porque sigues viva en el reflejo oxidado de la puesta de sol; en la brisa y en la arena; en el salitre de mis labios. Te guardo como la joya más preciada de nuestro tesoro.

lunes, 25 de junio de 2012

Los ángeles no tienen nombre.


Estaba él apoyado en la baranda de hierro forjado, siguiendo con el dedo la espiral de uno de los barrotes que se enrollaba sobre sí mismo. Miraba, desde el balcón, como el sol se agazapaba entre los edificios y soltaba algún destello furioso antes de que el horizonte se lo comiese, ajeno a la presencia que se acercaba con sigilo para sorprenderlo con un beso en la nuca y sacarlo del absurdo de contar cuantas veces era capaz el hierro de circunvalarse. Ella, aún sin haberlo sacado de su obnubilación, le pegó un tirón del brazo y le dio la vuelta, para situarse frente a frente y saludarle comprobando a qué sabían sus papilas gustativas. Tanto le gustó el sabor, que como si en vez de brazos tuviese cadenas se abrazó a él y hundió las uñas en su espalda, y las arrastró por la piel tatuándole con pasión unas alas.

Él, recuperado ya de la sorpresa, le dio potestad a la lengua para elegir los destinos de sus propias excursiones; se escabulló por la comisura de los labios y le dio por trepar por los pómulos de ella inventándose un camino de eses con las que evitaba sus pecas hasta llegar hasta el lóbulo de la oreja donde le susurró unas palabras en un idioma tan dulce, nuboso y suave que hasta las peticiones más voluptuosas se tornaban en deseos pulcros.  Se separó de su oreja y con los pulmones llenos, soltó una bocanada de aire que lanzó sobre su cuello y fue bajando hasta casi la altura del ombligo. Las prendas de vapor de agua que tenía ceñidas a la piel quedaban difuminadas hasta desaparecer conforme el soplido las atropellaba.

Sin desearlo, y sin tener conciencia de ello, sus pies se despegaban de la superficie al tiempo que las nubes con las que estaban tejidas sus prendas  eran desmembradas, aspiradas, o simplemente apartadas abanicándolas con la mano. El sol anunciaba su ocaso y ellos, se erigían sobre el cielo; eclipsando a la luna. Flotando sobre el mundo y habiéndose despedido de la gravedad se recorrían las formas el uno al otro con celestialidad. Los cabellos de ella eran pelirrojos, y allí, en la altura de lo divino se esculpían a sí mismos cobrando formas vivas que cabalgaban con elegancia sobre sus cueros.

Bendecidos con la pasión y con la sangre hirviendo bajo sus cuerpos, se regalaban amor con los dientes, la lengua, las uñas, las manos, con la voz y hasta con la nariz. Sus miembros eran serpientes tendenciosas que se entrelazaban y que buscaban, con ansia devorar todos los frutos. Se bebían, se comían y se oían cantar de placer en ese dialecto que solo ellos podían articular. Sus cuerpos se fundían en sudor y efluvios que caían donde los mortales gota a gota. Llovía amor. 

martes, 12 de junio de 2012

Lo que el hielo me robó.



Se llamaba Nikolay. Y aún me acuerdo de la primera vez que se fue. Una madre no olvida los ojos con los que un hijo le dice adiós. Parecían dos esferas de azabache recién pulidas; grandes y brillantes. Me miraba con la cabeza inclinada hacia abajo porque, él, era muy alto aunque siempre me decía que no; "eso es porque no has visto a Alexandr o a Yuri", repetía cada vez que le pedía que no creciese tanto. Claro que había visto a sus amigos, solo que para mí  siempre sería el más alto, el más fuerte, el más listo y el más guapo. Siempre sería mi hijo.

Se fue a que lo mataran, con ese traje que dicen que es de un color que no es. Él levantaba la gymnastiorka con las dos manos en el aire y la miraba con tanta ilusión como pocas veces le vi sentir. Él debía ver verde. Yo en cambio, no sé si por algún azar premonitorio o por el desasosiego que le causa a una madre contemplar a su hijo sosteniendo la prenda con la que a lo peor acaba muerto, veía gris. Como si mirase una foto. Pero a Nikolay le encantaba, no el color verde, sino lo que representaba. No era un trozo de tela, al menos para él, era un símbolo. Y creía en ese símbolo; tenía una necesidad imperiosa de defenderlo. Yo le solía decir que no se enamorase de nada que no pudiese llevarse a la boca. Eso de encariñarse con las ideas lo aprendió fuera de casa.

Se fue el 23 de junio del año cuarenta y uno. La noticia de que los nazis nos habían atacado bruñó sus ojos hasta sacarles un brillo exacerbado. Esa mañana, unos golpes en la puerta me sacaron de la cama. El sol aún no asomaba por completo y algún que otro haz pincelaba una nube de naranja. Cuando abrí, al otro lado se encontraba Yuri, el amigo de mi hijo.  Se debatía entre el nerviosismo y el miedo, o quizás simplemente estuviese emocionado. Temblaba. Solo pudo pronunciar el nombre de Nikolay a trompicones. No me dijo qué ocurría. Si me lo hubiese dicho le abría cerrado la puerta en las narices. Pero no lo hizo. En cualquier caso, no habría conseguido nada echándolo. Se habría enterado de cualquier forma.

Me acerqué hasta la cama de Nikolay para despertarlo y le dije que preguntaban por él. Estaba esperando ese momento desde que tuvo la guerrera en sus manos. Abrió los ojos, y con una lucidez pasmosa fue a ver quién era sabiendo qué ocurría. No hablaron, ni una palabra. Se miraron, esperando a que alguno de los dos articulase la primera sílaba. Los temblores se contagiaban a través del silencio. No necesitaban frases. Sus rostros eran un portal que conducía a las profundidades de sus seres. Sentí cómo podía nadar entre sus temores, cómo el espectro de la muerte rondaba por sus consciencias. Pero había algo más: un fulgor que tragaba odio y ansiaba sangre. Una luz tan potente que cegaba. En ese momento fui consciente de que la cólera era la antorcha de aquellos dos ciegos. No había nada que hacer. Nikolay asentó con la cabeza y cerró la puerta. Se vistió de gris, me besó en la frente y se marchó sin prometerme que volvería.

*****
Los días se tornaron extraños. Cuando vives con la incertidumbre de no saber si tu hijo está muerto te vuelves insensible a todo. Llegaban algunas cartas, no muchas, pero alguna que otra recibíamos del frente. Esto no es Moscú, es un pueblecillo pequeño y por aquél entonces lo era aún más. La noticia de que unas palabras habían escapado a las balas, al fuego y las bombas  movía a cualquiera que tuviese a alguien en las trincheras a agolparse en la puerta del destinatario con la esperanza de que trajese noticias. No solía ser así. Lo más común era que fuese una simple señal de vida. O el aviso de algún camarada que avisaba de que tu hijo, marido o hermano había muerto. De Nikolay nunca tuve noticias. Llegué a enterarme de la desgracia de alguno de sus amigos. Pero nunca llegó ni una sola palabra sobre él.

La guerra acabó para Rusia en mayo del cuarenta y cinco. Se tomó Berlín y se hizo lo que se suponía que debía hacerse. Pasadas unas semanas, los soldados empezaban a llegar a sus casas con  cuentagotas. La euforia de haber vencido a los nazis desaparecía de sus rostros cuando entraban en el pueblo y veían en las caras de las gentes, la espera eterna a la que habían quedado condenados. No fue hasta pasado un tiempo que las camas frías de las recién viudas confirmaron lo letal que había sido la guerra. Los relatos, traídos del mismo infierno eran susurrados por aquél que se atrevía a revivir el desastre. Eran crónicas cargadas de destrucción, de hambre y de frio, cebadas de heroísmo por unos o de tragedia por otros, según quién las contara. Por el contrario, el silencio y el olvido era lo único que les protegía de tener que explicarle a la madre de un camarada en qué circunstancias había muerto su hijo. Pensaba que tras algo así se encontraba la historia de Nikolay. Nadie sabía nada.

Los meses pasaban más lentos desde que acabó la guerra. La esperanza de que alguno de los soldados que llegaban fuese Nikolay se desvanecía cada vez que uno de éstos no acababa en mis brazos. Pero ninguno de éstos era ni tan alto ni tan guapo. Casi lo doy por muerto. Falto muy poco. Pero volvió. Tardó cuatro años y tres meses pero volvió. Llegó el doce de septiembre, si es que la memoria me es fiel. Estaba irreconocible; el brillo de sus ojos se había tornado en asperezas. La ilusión con la que sujetaba la guerrera se le murió junto con otros muchos amigos, camaradas, compañeros y conocidos. Llegó sin uñas; con los dientes reducidos a la mitad, limados y con garabatos grabados a fuego por todo su cuerpo. Solo tuve la valentía en una ocasión para preguntarle por lo que le había ocurrido. Él me miró, a los ojos, con ternura y comprensión, aunque con algo de severidad. No pude sumergirme en la oscuridad de su mirada como había hecho otras veces. Quizás no había ya lugar en el que zambullirse ni emociones que curiosear. Se ve que en las uñas va el alma. Y así, sin decir nada, negó con la cabeza suavemente y enterró para siempre el origen de sus cicatrices.

Supongo que no es el tipo de cosas que se le cuenta a una madre. A pesar de ello, he escuchado historias en las que se dicen las cosas que los nazis les hacían a los presos de guerra. No sé hasta qué punto serían verdad… lo más sencillo fue no creer en esos rumores. Una, tras tantos años y tras otras cuantas penurias acaba dándose cuenta de que la vida es humo. La verdad no está hecha para las personas; nosotros nos desenvolvemos en una realidad en la que si el agua es agua, es porque moja.

Tras su llegada, la vida volvió a su cauce. Y la cálida rutina de una vida común llenó nuestros días. El fin de la guerra trajo una atmósfera de alivio y dejó en su carácter una impronta de sumisión y tranquilidad. Y aunque daría mi aliento por poder dejar de escribir aquí, hay existencias que están hechas para la desgracia y el dolor. Y parece ser que la de mi Nikolay es una de ellas.

Yo no estaba presente cuando se lo llevaron. Salió de casa dejando la cama sin hacer, a mediodía, y ya no pudo volver. Ni siquiera pude mirarle a los ojos por última vez; desde que la policía secreta lo arrestó nadie lo ha vuelto a ver. Cuando me enteré por una vecina de que me habían quitado a mi hijo fui a que me lo devolvieran. Lo que me dijeron entonces, escondía una maldad y una crueldad como la que jamás he visto en los años que llevo viva. Me dijeron que Nikolay había traicionado al resto de sus camaradas, que era un desviacionista y un contrarrevolucionario. Esas palabras, que ni siquiera ellos eran capaces de definir me golpearon como un rayo.

Esto no me lo dijeron, pero me atrevo a afirmarlo sin temor a errar: lo detuvieron porque había salido del cerco del sistema comunista. Aunque lo único que hubiese visto, sentido y sufrido más allá hubiese sido como le arrancaban las uñas una a una, la sensación de que una lima arañase sus dientes hasta convertirlos en tiza o el calor de una vara ardiendo dibujando en su piel los caprichos de algún hijo de puta. A los campos de trabajo que lo enviaron. Y todo por miedo, por un pavor que convirtió a cualquiera que hubiese estado expuesto a algo distinto al comunismo en enemigo de éste. Actuaron poniendo en cuarentena a los que podían estar infectados de un virus del que no sabían ni sus síntomas. Y por supuesto, Nikolay estaba infestado hasta la médula. Debieron pensar que si tras haber sido torturado estaba vivo, con algo habría comprado su vida. Si es que pensaron y no aplicaron sistemáticamente sus temores convertidos en proyectos letales.

Pensar que está vivo es un lujo que no sé si puedo permitirme. Con el tiempo, una se cansa de alimentar la esperanza; en ocasiones me siento como los burgueses de antes, acaparando piezas de oro y frotando esmeraldas y rubíes con paño durante toda una vida hasta que se mueren sin darse cuenta de que no hacían más que darle mantenimiento a sus grilletes. En parte hago lo propio con la posibilidad de que Nikolay siga con vida ahí, en cualquier rincón de un paramo siberiano. A veces pienso que, quizás, deshacernos de la esclavitud sea lo que nos trae la infelicidad. El feliz no puede ser libre; el amor, la riqueza, el poder. Todo son cadenas. Incluso el que se aferra a su libertad es esclavo de la misma. Únicamente elegimos de qué están forjadas nuestras cadenas. De esto me doy cuenta ahora… En cualquier caso, no se ha de tomar esto como un intento por mirar bajo los estratos de la persona, tan solo son torpes reflexiones que se me han ido iluminando en el desamparo de estos últimos años.

Hoy, tras casi ocho años de debatirme conmigo misma si abandonar a Nikolay y reconocer el fin de su agonía o engordar el sueño de un retorno, algo ha ocurrido con la fuerza suficiente como para cambiar mi realidad. Hoy, el cinco de marzo de un año cincuenta y tres, Stalin ha muerto. Y son las cadenas que me atan al aliento de Nikolay las que me han arrastrado a escribir la biografía de sus desdichas. Con la fe de que su historia despierte en los próximos dirigentes la comprensión necesaria para dejar, algún día, a esta madre morir bajo la mirada de su hijo.

martes, 5 de junio de 2012

El viudo poeta que era analfabeto y otros ayudantes.


Ha vuelto a ocurrir. Esta mañana, una diminuta criatura de homínidas formas me ha estirado de los pelos de la barba hasta despertarme. Un viejo de un palmo de alto me ha ordenado, con voz imperativa, salir de la cama y vestirme. Se me ha subido al hombro y ha sacado de mi oído una gayata, un puro y una caja de cerillas. Ha apoyado el bastón sobre su regazo y ha encendido un misto en mi cuello, lo ha acercado al extremo del cigarro y lo ha arrancado a caladas. En silencio, ha saboreado el tabaco mientras lanzaba al aire figuras de humo amorfas. Y así ha estado un buen rato hasta que ha estallado a hablar con un desenfreno digno de aquél que acaba de perder la mudez. Se ha presentado. Eusebio se llamaba, pero desde que se le murió la mujer, Leonor, prefería que le llamasen Antonio. Como Machado. Era analfabeto pero me recitó “A un olmo seco”, como si hubiese sido su pluma la que le hubiese pedido otro milagro a la primavera. Me comentaba que su hijo, que en buena hora fue a la escuela y que era listo como un lince, se lo recitó hasta recordarlo. Así se salvó el chaval de más de una colleja, reconocía gruñendo. Por lo visto, el lázaro que tenía por vástago le practicaba la extorsión con la poesía.

Que era de un pueblo del levante, pero que no me iba a decir el nombre. Que me lo imaginase yo, que todo lo que se desconoce se llama igual. Y yo, por no llevarle la contraria lo empadroné en Maríadelosmares en lo que tarda en pestañear un murciélago. Por cierto, villa paradisiaca donde las haya.  De esas, que aún besando el Mediterráneo y teniendo playas de color miel, están por desvirgar.  Resultó ser conformista e hizo de Maríadelosmares tierra natal como si se tratase aquello del mismo cielo bendito. Pescador de profesión que lo hice. Aunque no le debió gustar el mar cuando de un garrotazo en el lóbulo me corrigió. Que aunque junto a la playa hubiera nacido, pastor de cabras había sido engendrado. Una boina le echaba yo en falta a aquel cabrero. Se ve que en el levante no son de chapelas.

De camino a la cocina a prepararme el café del mediodía, aquel hombre seguía contándome las peculiaridades y las extrañezas de su vida. Le ofrecí una taza, pero me respondió que los que no existen, ni comen ni beben nada que tenga dimensiones empíricas. Las elucubraciones  suelen ser así de caprichosas. No me extrañó. Él, volvió a meter la mano en mi oído y desenterró de entre el cerumen un carajillo. Aún siendo la taza diminuta, rebosaba aquello un hedor a orujo destilado en casa que me arrancó una arcada.

            -Eusebio, ¿está usted seguro de que quiere beberse eso?

            -¿Qué no te he dicho que me llames Antonio, como Machado?- me insistió al tiempo que me calentaba la oreja con la gayata-. Y por supuesto que quiero bebérmelo, los efluvios del orujo me confieren atributos sobrenaturales.

            -Si de tan solo olerlo me está entrando la bobería, no me quiero imaginar lo que le pueda pasar a usted con ese cuerpecillo de hada levantina. Lleve cuidado, y no permita que los efluvios le hagan caer de mi hombro, que si no se acabó la conversación.

            -Déjate de sandeces. Mira a Baudelaire que se ponía el muchacho de ajenjo hasta el entrecejo y ahí lo tienes. Más vivo que tú y que yo juntos.

            -E…Antonio, está usted comenzando a delirar. ¿Usted sabe de quién habla?

            -¿Delirar? – dijo mientras trataba de alcanzarme la oreja de nuevo con el bastón, pero por lo visto entre los poderes que aquel brebaje le dotaba no estaba la puntería-. Deja de moverte que me mareo…

            -Si ya le he dicho yo que eso era veneno.

            -No me interrumpas que te arreo – decía como si en la amenaza trajese alguna novedad-. Te decía que el francés está más vivo que los dos juntos. Es posible que no respire. Eso no te lo niego. Pero vivo está. Es que tienes tú una visión de la vida un poco oscura. Y estrecha también. ¿Así que consideras vivo a un humanillo que te saca de la cama y que se te sube a la chepa pero el mamón del francés, al que le puedes hablar y que te escucha, porque hablar no habla que ya lo tiene todo dicho, está muerto? Eres un poco limitado.

            -Y usted está borracho.

            -Ya, pero lo mío es transitorio, como la vida misma.

            -Para no saber leer, tiene usted una verbosidad exquisita.

            -Díselo a mi hijo. A mí no me vengas con piropos que te arreo – de hecho lo volvió a intentar pero hasta perdió la gayata en el intento-. El caso es que te estaba diciendo que hay más de una vía  para mantener la vitalidad. Y con eso, ¿sabes cuál ha sido el mayor genocidio de la historia vuestra, la de los humanos? – comentaba la pobre criatura mientras bostezaba y apoyaba la cabeza contra la pared de mi cuello.
            -Ni idea. Aquí es usted el catedrático.

            - La quema de la Biblioteca de Alejandría – afirmaba con pena en la voz y tratando de combatir los efectos del licor-. ¿Cuántas almas quedarían allí, reducidas a polvillo?

Me quedé pensativo, tratando de digerir la batería divagadora que me había lanzado. Cuando traté de comentarle algo al respecto ya estaba él acurrucado entre los brazos de Morfeo. 
        
Eusebio o Antonio –como a él le gustaba-, comenzó perder opacidad hasta vaporizarse. Se había marchado. Es algo que suele pasar. Algunos que vienen se van sin contar todo lo que deberían. Ha habido veces que he tenido invitados, así los llamo yo, durante semanas. Como aquella mujercilla que se estaba ahogando en una jarra de cerveza y salvé de la muerte. Se pasó un mes subida en mi hombro. María, si no recuerdo mal. Decía estar muerta, y que más le valía la defunción que la vida. Le falló el recurso al suicidio. Se le había ido la hija con los angelitos y trató de seguir las migas de pan, pero se perdió en el sendero. “Cuando la muerte te ignora, o es que ya estás muerto o es que has revivido. Yo reviví”, parloteaba, con cierto deje, como si comentara con la vecina la granizada de anoche. Por lo visto, la rescató un buen hombre de morir a la intemperie, y no me dijo qué artes le aplicó, pero como propina a la resurrección le cargó encima un enamoramiento de los que hacen callo. Así estuvieron hasta que, sin quererlo con muchas ansias,  enganchó un embarazo del mismo modo que como se coge un costipado. Y el miedo a perder otra criaturilla, que se le metió  hasta en las uñas, hizo que una tarde se merendase una botella de vodka  y un bote de barbitúricos. Pues esto, que así contado parece que le falte sustancia, le costó soltarlo un mes. Parecía que no le importaba mucho lo ocurrido, pasaba agazapada entre mi melena la mayor parte del tiempo. No sé muy bien que le pasó, quizás el ver las rutinas abrasadoras de mi vida, y de las de todo el mundo que escrudiñaba como el loro de John Long Silver, le hicieron ver que su pavor no fue tanto.  Ver a tanta gente quejarse de una vida a la que se aferraba cambió algo en el mecanismo de su lógica. Al mes, ya  docta en la irrazón del ser humano, me contó lo que había venido a contar y se hizo uno con el aire.

Antes de irse me dijo al oído: “Que no te engañen; el vació existencial no existe, tan solo hay saturación de la nada”.

Todos aportan algo antes de irse. Pero no todos aparecen igual, ni siquiera todos son ensoñaciones mías, al menos no en su diminuta totalidad.  Algunos son personas que he visto antes y de los que me ha llamado la atención algo. El más mínimo detalle que despierte mi interés es válido para que a las horas, días o incluso años,  la señora mayor que canta rancheras en el metro se escurra por mi oído y se monte un trono en mi hombro. O el hombre que sobre una lona plantada en el suelo esparcía joyas de la literatura universal a precios de ensueño frente a la facultad, descienda por la patilla, con aires de escalador amateur, y se quede colgado del cuello de mi camiseta. Por poner algún ejemplo.

Cada uno tiene su particularidad. Hablo con ellos y me entero de sus sentimientos, de sus temores, y de sus sueños. Por mi parte no hace falta que les comente nada, se lo saben todo, ellos son producto de ese todo. Les suelo preguntar por aquello que me ha llamado la atención. A veces me lo explican con sumo detalle, otras veces – y esto es más común- me dicen que me lo imagine. Mejor dicho, me exigen que cree esa parte de su vida que yo no sé y que por tanto ellos tienen en blanco. Y me lo piden con nerviosismo, como si al formular yo la pregunta se hubiesen dado cuenta de que les faltaba medio pasado y todo el futuro. Que ni lo habían vivido ni lo iban a vivir, y que su único consuelo era que yo les diese uno postizo. Muchos se ponen histéricos porque no saben de dónde han salido. Más de uno se ha tirado desde mi hombro al suelo. Otros, que aparecen de forma excepcional tienen claro a lo que han venido. Narran su fantasía como en un teletipo y hasta me dan consejos y apuntes para cuando redacte la entelequia. Al fin y al cabo, para eso los creo.

jueves, 8 de marzo de 2012

El inquilino.


La luna colgaba de un hilo de pescar que caía desde el negro del cielo, no estaba completa, su silueta daba forma a una giba que iluminaba como si no le faltara un trozo. Su luz se colaba entre los huecos del dibujo de las cortinas de visillo e impactaba súbitamente contra sus siluetas inventando algo parecido a un teatro de sombras en la pared. Él, sentado sobre el último tramo de su espalda desnuda se echaba crema hidratante en las manos de un bote que había encontrado en el fondo de uno de los cajones del baño. Untaba las palmas y recogía los pegotes que se le quedaban entre los dedos, y frotaba sus manos para calentar el mejunje antes de posar y restregar las manos sobre el dorso de su amante.

-¿Está fría?- dijo él, deslizando sus manos entre los hombros y las cervicales.

-Un poquito, pero está bien- contestó ella.

El silencio aparecía y se apagaba entre gemidos causados en ocasiones por la puntería y eficacia de las garras de él, y otras veces por la excesiva presión de las mismas. Hasta que ella, como si los rombos por los que pasaba el fulgor de la luna le hubieran susurrado al oído algo que debía decir e intentó incorporarse como pudo.

-Tú quédate ahí quieta- le dijo él cuando vio que intentaba revolverse.

-Vale, vale…- sucumbió ante la insistencia de sus palabras, pero sobre todo a las de sus manos-. Pero es que quería comentarte un cosa, Hugo- añadió.

-Pues dime.

-Verás… quería proponerte una… ¡ay! cuidado, que haces daño.

-Perdón - se disculpó-. Pero bueno, sigue, ¿qué pasa?

-Verás, que mis padres se van a Madrid el fin de semana que viene y…

-Silvia, sí, quiero- dijo sin dejarle acabar.

-Tendría que decirte que ahora me voy con ellos, listo, que eres tú muy listo. -bromeó.

-Pero como sé que no es así… se te notaba en el tonillo de la voz, si te conozco como si te hubiera parido, bueno, tanto no.

-Calla y sigue con el masaje.

-¿Y eso que se van? Con lo caseros que son ellos…

-No es por placer. Ya sabes cómo está esto de la construcción, ya no se vende ni un piso. Antes si… pero ahora, ni uno. Y si la gente no compra pisos, pues no hay pisos que amueblar y desde que esto está así en la tienda el único movimiento que hay es el de mi madre limpiando el serrín de la carcoma. Y como en Madrid hay un feria del mueble quieren ir a ver si encuentran alguna idea para levantar el negocio. Pero… joder, aquí en España es que parecemos gilipollas, de verdad. Bueno, y mis padres los primeros, que aún me acuerdo yo cuando todo era muy bonito y me llamaban para que fuese a ayudar a la tienda. Tú has visto que aquello no es que sea pequeño, el local digo, pues estaba lleno. Ríos de parejas se me acercaban preguntando cuanto costaba esa habitación completa y me contaban su vida, que si se iban a casar al año que viene, que si… bueno y a mi qué coño más me daba. Todos felices con sus trabajuchos estables, o eso se creían. Más de uno ha vuelto preguntando si podía devolver aquella habitación tan bonita que…

-Silvia- le interrumpió él-, date la vuelta.

Ella le obedeció, se giró mostrando el volumen de su cuerpo despojado de toda prenda y recibió un beso tras el cual se escondían las intenciones de mantener su lengua silenciada. Las manos se unieron a la labor de hacerla callar, los dedos navegaban por el mar de poros de su piel, surcaban las olas como la destreza de su capitán lo permitía pero la fuerza de la naturaleza acababa hundiendo su bote en las profundidades de la sombra y la carne. Los gemidos causados por sus precisas zarpas volvían a mancillar el silencio. El viaje que había emprendido con la lengua alteraba sus caminos y sus destinos; el océano de su cuerpo se había encabritado, una vorágine tormentosa doblegaba todo el vigor de Hugo, condenando a su ser a naufragar tan hondo que sus palabras se quedaban en sílabas desmanteladas. Sin otro remedio que pelear por alcanzar la orilla del placer y no morir ahogado.

La muerte no les llegó pero se quedaron tumbados sobre el colchón disfrutando de algo parecido. Tumbados bocarriba en ese estado al que el sexo te entrega. Jugando a acompasar sus respiraciones.

-¿Qué hora será?- preguntó Hugo.

-No tengo ni idea. A ver…- dijo ella mientras alargaba la mano para coger su móvil que se encontraba en una mesita baja junto al colchón-, ¿ya? Joder, qué rápido pasa el tiempo.

-¿Tan tarde es?

-Pues son las cuatro.

-Mierda, y yo mañana madrugo, me tengo que ir.

-Anda, quédate…- le pidió Silvia.

-No me tientes - añadió Hugo mientras recogía a oscuras la ropa esparcida por el suelo de toda la habitación-, que sabes que tengo cosas de la universidad que hacer, más me gustaría a mí quedarme. Supongo que tendremos que esperar hasta el fin de semana que viene…

-Jo…- dijo Silvia a la vez que tiraba del brazo de Hugo para que mirase la cara de pena que había esculpido.

-No me mires así. Qué mala eres- concluyó en tono jocoso.

Hugo acabó de vestirse y se despidió con un beso. Bajó las tres plantas de la casa con sumo cuidado para no despertar a los padres de Silvia que dormían en el segundo piso. Una vez en la planta baja salió a la calle y cerró la puerta con la misma meticulosidad.

La casa en la que Silvia vivía era gigantesca, una edificación de tres plantas que atinaba a estar situada junto a las ruinas vivientes del pueblo, y a ser tan vieja como ellas, y si no tanto, lo suficiente como para que ningún vivo hubiera visto algo distinto en el vasto espacio que ocupaba -tan vasto que incluso sus puertas asomaban a dos calles distintas-. Aunque el coloso estaba partido por la mitad. La vivienda había pasado a través de las venas de más de una y de dos generaciones, pero las familias ya no viven bajo las mismas formas y donde antes había abuelos y abuelas; madres, padres, cuñados y cuñadas; sobrinos y sobrinas; hijos, hijas, primos, primas, nietos, nietas y algún que otro bisnieto o bisnieta, ahora solo vivían un padre una madre y una hija. Con estos moldes de convivencia importados de las nuevas sociedades la casa se iba quedando pequeña a medida que la sangre fluía y como el niño gordo que quiere adelgazar y va comprobando como a cada mes le sobra tela donde antes las costuras sufrían, algunas de las partes de la casa iban quedando en desuso hasta lo que es hoy: unas cuantas habitaciones arregladas para la vida perdidas en un mar de salones, trasteros y despachos empapados en polvo. Territorio de arañas y ratas.

***

Silvia se quedó sola bajo el edredón, con la misma ropa con la que Hugo le había dejado. Bañada en oscuridad y acompañada por los crujidos de las colañas, los chirríos de las bisagras de alguna puerta que se había quedado abierta, los soplidos y silbidos del aire al colarse por el resquicio de una ventana. Estaba acostumbrada a esos sonidos, no le quitaban el sueño. Vivía en una planta para ella sola, alejada de las únicas dos personas que compartían la misma vivienda, aquellos sonidos no la intimidaban. A pesar de ello, aquella noche le pareció escuchar a lo lejos algo distinto a las voces con las que la casa le susurraba.

Un leve ruido lejano rompió su camino hacia el sueño. Un sonido seco comenzaba a repetirse con cierta constancia como si alguien estuviese golpeando una superficie con un ritmo fijo. Cada vez más fuerte, el murmullo crecía en el negror de la noche, más allá de la puerta del dormitorio. El rumor se acercaba. Una sombra que se deslizaba en la oscuridad parecía subir las escaleras con una pausa inconmovible. En su mente aquel eco había cobrado sentido y ahora oía como alguien posaba un pie en un escalón y otro pie en el siguiente. Su corazón se aceleraba hasta el punto en el que confundía sus latidos con los pasos. Solo podía imaginarse una silueta oscura acercándose hasta ella, trepando en el crepúsculo. El silencio invadió su paranoia. Trataba de afilar su oído para comprobar si el caminar continuaba matando las distancias. Nada. Solo tinieblas. Su corazón aflojó el ritmo e incluso se lo ocurrió la idea de vestirse y despojar a la oscuridad de su misterio. Estaba incorporándose en la cama cuando los pasos, más cercanos y más rotundos que antes volvían a arrebatarle la tranquilidad. El ritmo volvía a reproducirse ingeniando una sonata terrorífica a la que se le añadían nuevas notas. Un agudo chirrido que le traía a la cabeza la goma de una suela reptando por el suelo. Ya nadie subía escaleras, la sombra parecía haberse detenido en el descansillo y caminar con total parsimonia por la habitación situada entre las escaleras y donde, ahora Silvia, tan solo alcanzaba a taparse la boca con las manos para que el frenesí de su respiración no se notase. La puerta estaba cerrada y desde su cama era incapaz de ver qué pasaba en la sala contigua. Se sentía encerrada. Con un ruido al acecho que se había ido aproximando desde el silencio absoluto. El soniquete se rompió, la pausa seguida de una pisada ya no seguía ningún orden. Se oían unos cuantos chasquidos seguidos y luego silencio. La marcha hacia ella había cesado, los ruidos de al lado venían de la lejanía y se perdían en la misma. Silvia sentía que en ocasiones los mismos ladrillos del piso ronroneaban bajo el peso de algo junto a su puerta, percibía suspiros al otro lado e incluso podía notar como una mano acariciaba la madera.

El ruido se esfumó. Silvia se quedó agazapada bajo las sábanas, despierta hasta que el amanecer vistió la habitación de luz, por si acaso, esperando a que los ruidos volviesen a producirse. Pero no. Nada. Ni una sola pisada. Como si la sombra se hubiese quedado petrificada mientras palpaba la puerta. Por la mañana, la abrió con delicadeza y allí no había nada ni nadie. Miró por toda la habitación y nada. Nadie. Si alguien había estado a pocos metros de ella hasta hacía unas horas, no había hecho ruido al marcharse.

***

Silvia pasó el resto del día sumergida en sus reflexiones y con algún que otro tembleque causado por el miedo residual. Se decía a sí misma que no podía haber sido un sueño, había estado toda la noche en vela. Se debatía a sí misma en la certeza que cabía en el hecho de que alguien se hubiese plantado frente a su habitación para finalmente ni tratar de entrar, ni violarla, ni robar, ni matarla. ¿Qué había pasado? No tenía respuesta a eso. Decidió pensar en que todo había sido extracto de una paranoia y se dedicó el día a repetírselo. Una y otra vez. Pero, a su elaborada convicción la destrozaron los hechos. Silvia se encontraba en la planta de en medio preparándose la cena en la cocina cuando su padre llegaba del trabajo.

-¿Hay alguien?- dijo él subiendo las escaleras.

-Sí, estoy yo, aquí en la cocina.

-Hola cariño -dijo desde el marco de la puerta-, ¿está tu madre?

-No, se ha ido hace un rato a no sé dónde y aún no ha vuelto- le contestó sin prestar mucha atención, untando un bocadillo de mayonesa-, ¿por qué lo dices?-le hizo decir el hábito de preguntarlo todo, aún cuando no importa.

-No, por nada, por saber si había venido el cerrajero. ¿Tú sabes algo?

-¿El cerrajero?- preguntó Silvia extrañada.

-Sí, se ve que por los visto unos gamberros han reventado la puerta de la casa vieja, se pensarían que allí no vivía nadie e hicieron la gracia…-espetó con resignación-. Pero bueno, al menos he estado mirando y no se han llevado nada, así que no te preocupes, que es eso, lo que yo te digo, cuatro tontos que vieron una casa antigua y pensaron que ya habían encontrado un escondite para fumarse unos porros.

La cara de Silvia empalideció y se puso del color de la mayonesa. El castillo que se había construido en su mente para refugiarse de sus temores acababa de ser destruido. Alguien entró la noche anterior en su casa, y subió las escaleras con una tranquilidad patológica, y merodeó por la habitación contigua a su cuarto, y toco su puerta; pero no la abrió. Esa idea rebotaba en su mente incapacitándola para pensar en otra cosa. Se quedó paralizada. ¿Cuánto tiempo había estado dentro de la casa?

-Silvia, ¿estás bien?- preguntó su padre preocupado.-

-¿eh?- dijo ella desconcertada, sumida dentro de sí misma- Sí, sí…- acertó a reaccionar antes de coger el bocadillo a medio preparar y subirse a su cuarto sin decir nada.

Aquella noche tampoco pudo dormir por el temor a que la sombra despertase de su sopor y volviese a pasearse por los rededores de dónde ella dormía. No ocurrió nada. El único sonido que pudo escuchar fue al viento sacándole gruñidos a una veleta oxidada que daba vueltas en el tejado. Trató de hacer lo mismo al día siguiente pero su vigilia sucumbió a las necesidades biológicas. Aún así, en el tiempo que se mantuvo despierta no escuchó a nadie acechar su tranquilidad. Y así fue hasta que llegó el fin de semana. Hubiese sido lo que fuese se había ido.

Era viernes y la noche ya comenzaba a aspirar la luz del día con respetuosa parsimonia. Los padres de Silvia se habían ido unas horas atrás y ella estaba tirada en su cama leyendo a Nietzsche, esperando a Hugo. Cuando llegó subió hasta la habitación y la saludó con un beso.

-Aún no entiendo cómo puedes leer el…-dijo mientras señalaba el libro que Silvia estaba leyendo y acercando la cabeza para fijarse en la portada- Anticristo por placer, joder, si así ya por el nombre suena mal.

-Cállate y ven aquí- ordenó cariñosamente Silvia.

-Qué ganas tenía de que fuese hoy- le susurró Hugo al oído mientras le cogía el libro de entre sus manos y lo lanzaba por los aires-. ¿Y si apago la luz?

-Yo voy, tú quédate ahí.

Silvia se incorporó y se acercó con andares con ambiciones de seducción hasta el interruptor que estaba junto a la puerta. Y cuando ya estaba alargando la mano y acariciando el pulsador la luz se esfumó.

-Mierda- dijo ella.

-¿Qué pasa?

-Que se ha ido la luz. Seguro que mi madre se ha ido y ha dejado la lavadora y la secadora enchufadas- se quejó-. Ahora vengo.

-Silvia… sin luz. Mejor, ya iremos luego.

-Sí, seguro, luego cuando estemos ahí tirados y no haya Cristo que nos levante- afirmó con rotundidad-. Dame el mechero, anda, que no se ve una mierda.

-Toma, terroncito de azúcar mío- ironizó-. No tardes.

Silvia salió del dormitorio. Las tinieblas bañaban hasta el último resquicio de la estancia. La luna que tanto brillaba hacía una semana había fallecido. Encendió el mechero y una esfera de cálida luz le permitió ver todo aquello que no estuviese más lejos de pocos pares de palmos. La llama del mechero se desperezaba y se abrazaba a sí misma al son de los pasos. Cruzó la habitación de al lado y enfiló las escaleras con precaución; agarrada a la barandilla medía cada paso con la vista puesta en los escalones. Tres, cuatro, cinco… y así iba, con delicadeza, hasta llegar al segundo piso. Tan solo le quedaba la mitad. Los plomos estaban en un cuarto pequeño en la planta baja, junto a la entrada. Formaba parte de ese entramado de cuartos desolados, abandonados al desgaste del devenir. Silvia siguió con su camino y tras salvar la entreplanta se le erizó el vello. Se quedó agarrada a la barandilla durante un instante. Oía algo. Algo que ya había escuchado antes. Un soniquete acompasado había aparecido más allá del telón de negrura. Otra vez. Se aferró al pasamanos con fuerza, la sangre tomaba carrerilla en sus venas; podía notar las envestidas en las sienes. Su oído trataba de adivinar de donde provenía el ruido. Extendía su mano enfocando los dos tramos de escalera con la llama. Nada. Sombra. El ruido se acercaba con presteza. El ritmo se agilizaba y la intensidad de los golpes producía un eco que rebotaba en las paredes. Sentía que el sonido le llegaba desde todos los flancos. El espectro se deslizaba escalón a escalón. Sentía como la barandilla se movía. Solo quería salir corriendo y no encontrárselo de frente. Se acercaba, estaba próximo, junto a ella. El sonido de un jadeo a pocos metros le golpeó el oído y la dejó paralizada un instante. Estaba a sus espaldas. Descendiendo. La adrenalina brotó con ímpetu despertándola de su letargo, y sin perder tiempo en alumbrar la figura enfrentó las escaleras con una agilidad que solo podía provocarla el terror. Tras ella, el ritmo, aunque inquebrantable, se aceleró. Una figura la perseguía desde la penumbra. La carrera hizo que la noche se comiera la llama del mechero. Unos resuellos ajenos patinaban en la cerrazón. A cada paso más próximos. El calor de un suspiro le rozaba la nuca y le fragancia del hálito penetraba en sus sentidos. Bajaba las escaleras a saltos. Tratando de distanciarse del aliento que le acechaba. Alcanzó, al fin, la planta baja. Hizo resurgir la flama del mechero. Alumbró el cuarto de los plomos y corrió hacia la puerta. Una vez dentro la cerró lo más rápido que pudo y pasó el pestillo. Silencio otra vez.

Subió la clavija y supuso que la luz había vuelto. Volvió junto a la puerta y pegó la oreja a la madera. No se oía nada. Esperó durante un buen rato pero no podía quedarse allí eternamente. Hizo un mapa en su mente de lo que quedaba al otro lado y visualizó el interruptor. Tomó aire, tragó saliva y descorrió el pestillo con delicadeza. Giró la manivela y salió disparada en busca de iluminación. Sus dedos pulsaron el interruptor y la luz invadió el lugar. Pero no había nadie. Inspeccionó la sala y allí no había nadie. La sangre, con algo de miedo disuelto, aún fluía acelerada. Se quedó mirando a las escaleras perderse en la penumbra de la primera planta y, como un rayo se acordó de Hugo y un escalofrío recorrió su cuerpo desde los talones a las sienes.

-¡Hugo!- gritó acelerada.

-¡Qué!- se oía a lo lejos.

-Joder…-Se dijo Silvia para sus adentros, aliviada- ¡no, nada! ¡Ya subo!

Silvia subía las escaleras después de haber encendido todas las luces que pudo. Estaba más tranquila pero ascendía por la casa con cierta prisa, no se le olvidaba que hace solo unos minutos había notado en su nuca la cálida exhalación de un jadeo anónimo. Tan solo quería reunirse con Hugo y sentir la seguridad de un abrazo. Salir de la casa e ir lejos. Aligeraba el paso conforme se acercaba a su habitación. Podía ver la luz de su cuarto merodear por el marco de la puerta desde las escaleras. La puerta de su habitación estaba cerrada. Gritó el nombre de su amado a pocos paso de la puerta, pero al abrirla se daría cuenta de por qué nadie había contestado a su llamada. Allí no había nadie. Hugo no estaba. Alzó la voz todo lo que pudo para arrancarle al vacío una réplica, fracasó. Le parecía que el aire empezaba a escasear. Se le pasó por la cabeza que podría haber sido Hugo el que la hubiese perseguido, pero la idea se perdió en una nube de suposiciones cada cual más aterradora que la anterior; había olido el olor del aliento desconocido y desde luego, no era el sabor que hacía unos instantes había sentido al besar a Hugo. Y si él no había sido, dudaba mucho que ahora se hubiese escondido para asustarla, y menos con las intenciones tan vivas que tenía. La posibilidad de que le hubiese pasado algo se expandía sin prisas por todo su cuerpo; un hormigueo frío que comenzaba en las yemas de sus dedos le agarrotaba todo el cuerpo a la vez que se abría paso hasta su pecho. Mientras el pánico se hacía con ella, un estrépito procedente de las escaleras llegó hasta sus oídos. El frío volvió a convertirse en calor, y sin pensar qué podría ser si quiera el ruidoso golpe, se dejó llevar por la inercia de la situación. Cruzó el umbral del dormitorio, atravesó la habitación contigua y se encaramó hacia las escaleras; nada parecía haber provocado tal estallido. Descendió con precaución. Con mil ojos. A cada paso echaba la vista atrás y comprobaba que no hubiese nadie. Las luces aún estaban encendidas, y aunque a Silvia le daban algo de seguridad, poca diferencia habría habido si la oscuridad lo anegase todo. Un silencio perverso apenas era despojado de su soberanía por alguna colaña crujiente o el susurro de una corriente de viento. Maldecía no haber cogido algún objeto para defenderse mientras arrastraba los pies por los escalones con suma prudencia; cada vez que avanzaba un poco alargaba el cuello y se asomaba a la primera planta. La vista apenas le alcanzaba a ver los últimos escalones desde lo alto, pero conforme bajaba su campo de visión se ampliaba.

Algo, junto al último escalón llamó su atención. Algo yacía en el descansillo de la primera planta, pero Silvia no acertaba a adivinar qué era. Aumentó la precaución y su ritmo se redujo para ganar tiempo en pensar en qué hacer hasta que la realidad la azotó y se acercó al bulto con toda la presteza que sus piernas le prestaron.

-¡Hugo!- gritó al entender que el estrépito que había oído había sido el impacto de un cuerpo al caer de la planta de arriba-.

El cadáver estaba bocabajo -por eso le había costado reconocer qué era-, flotando en un charco de sangre y rodeado por un aura de virutas púrpuras salpicadas por el golpe. Las lágrimas que descendían por las mejillas de Silvia encontraban la causa de su nacimiento en una fusión de miedo y dolor. Dio la vuelta al cuerpo y vio la cara a la que tantas horas de miradas apasionadas le había prestado desfigurada. Sus brazos parecían los eslabones de una cadena y en su cuello, un corte había vaciado de savia la yugular.

El terror la devoraba. Estaba aturdida, como si hubiese sido ella a la que hubiesen tirado contra el suelo desde varios metros de altura. Sentía en la cabeza cada latido de su corazón como el golpe de un mazo, y su cuerpo le parecía una losa de granito que apenas podía mover. Toda su energía se centraba ahora en descender por el último tramo de las escaleras y llegar a la calle, el resto se escondía tras una densa neblina allí en su mente. Puso una pierna delante de la otra e hizo una fuerza digna de un titán para desprenderse del anquilosamiento que sufría. Estaba a veintitrés escalones de la calle; cada vez que subía las contaba con la mente, esta vez haría lo mismo pero en orden inverso, deseando con todo su ser llegar a cero. Corrió escaleras abajo, visualizando en su mente la salida. Escalón número dieciséis: "un poco más de la mitad", se decía. Escalón número trece; podía ver la puerta al fondo. Escalón número cinco; las escaleras estaban a punto de llegar a su fin. Escalón número uno. El pie derecho se apoya en el suelo y una tranquilidad parcial la consuela. El pomo de la puerta se encuentra a unos pasos. Silvia corre hacia él, ignorando el ruido de una puerta abrirse a sus espaldas y el hedor de un aliento cercano. Alargó la mano y sintió con la yema de sus dedos el tacto frío del pomo en cromado; algo le impidió seguir avanzando y hacerlo girar. Notó una punzada en la cabeza. Trató de continuar hacia la calle pero era presa por el cabello. Otro tirón la hizo retroceder, y se hubiese caído si no fuese porque su espalda quedó apoyada contra el pecho de su alguacil. Silvia percibía en su mejilla el calor nauseabundo de su aliento. Y tras el rumor de una carcajada, advirtió una presión en su cuello, un roce agudo que le provocó la sensación de estar vaciándose. Los ojos se le cerraban; se veía sumida en un terrible marero que la hizo desfallecer; las piernas se debilitaban y se le quebraban bajo el peso de su cuerpo. Fue liberada y su cuerpo se precipitó contra el suelo. Los cinco sentidos se iban apagando paulatinamente. La oscuridad abrazó su contorno; un fluido humedecía la mejilla que se apoyaba en el suelo, sentía como se expandía y como cuanto más caudaloso se hacía el río mayor era la debilidad que la rodeaba. Lo último que escuchó antes de perderse en la placidez de un letargo eterno fueron unos chasquidos cercanos.

-Charcos de lluvia funesta… amo su olor.