jueves, 8 de marzo de 2012

El inquilino.


La luna colgaba de un hilo de pescar que caía desde el negro del cielo, no estaba completa, su silueta daba forma a una giba que iluminaba como si no le faltara un trozo. Su luz se colaba entre los huecos del dibujo de las cortinas de visillo e impactaba súbitamente contra sus siluetas inventando algo parecido a un teatro de sombras en la pared. Él, sentado sobre el último tramo de su espalda desnuda se echaba crema hidratante en las manos de un bote que había encontrado en el fondo de uno de los cajones del baño. Untaba las palmas y recogía los pegotes que se le quedaban entre los dedos, y frotaba sus manos para calentar el mejunje antes de posar y restregar las manos sobre el dorso de su amante.

-¿Está fría?- dijo él, deslizando sus manos entre los hombros y las cervicales.

-Un poquito, pero está bien- contestó ella.

El silencio aparecía y se apagaba entre gemidos causados en ocasiones por la puntería y eficacia de las garras de él, y otras veces por la excesiva presión de las mismas. Hasta que ella, como si los rombos por los que pasaba el fulgor de la luna le hubieran susurrado al oído algo que debía decir e intentó incorporarse como pudo.

-Tú quédate ahí quieta- le dijo él cuando vio que intentaba revolverse.

-Vale, vale…- sucumbió ante la insistencia de sus palabras, pero sobre todo a las de sus manos-. Pero es que quería comentarte un cosa, Hugo- añadió.

-Pues dime.

-Verás… quería proponerte una… ¡ay! cuidado, que haces daño.

-Perdón - se disculpó-. Pero bueno, sigue, ¿qué pasa?

-Verás, que mis padres se van a Madrid el fin de semana que viene y…

-Silvia, sí, quiero- dijo sin dejarle acabar.

-Tendría que decirte que ahora me voy con ellos, listo, que eres tú muy listo. -bromeó.

-Pero como sé que no es así… se te notaba en el tonillo de la voz, si te conozco como si te hubiera parido, bueno, tanto no.

-Calla y sigue con el masaje.

-¿Y eso que se van? Con lo caseros que son ellos…

-No es por placer. Ya sabes cómo está esto de la construcción, ya no se vende ni un piso. Antes si… pero ahora, ni uno. Y si la gente no compra pisos, pues no hay pisos que amueblar y desde que esto está así en la tienda el único movimiento que hay es el de mi madre limpiando el serrín de la carcoma. Y como en Madrid hay un feria del mueble quieren ir a ver si encuentran alguna idea para levantar el negocio. Pero… joder, aquí en España es que parecemos gilipollas, de verdad. Bueno, y mis padres los primeros, que aún me acuerdo yo cuando todo era muy bonito y me llamaban para que fuese a ayudar a la tienda. Tú has visto que aquello no es que sea pequeño, el local digo, pues estaba lleno. Ríos de parejas se me acercaban preguntando cuanto costaba esa habitación completa y me contaban su vida, que si se iban a casar al año que viene, que si… bueno y a mi qué coño más me daba. Todos felices con sus trabajuchos estables, o eso se creían. Más de uno ha vuelto preguntando si podía devolver aquella habitación tan bonita que…

-Silvia- le interrumpió él-, date la vuelta.

Ella le obedeció, se giró mostrando el volumen de su cuerpo despojado de toda prenda y recibió un beso tras el cual se escondían las intenciones de mantener su lengua silenciada. Las manos se unieron a la labor de hacerla callar, los dedos navegaban por el mar de poros de su piel, surcaban las olas como la destreza de su capitán lo permitía pero la fuerza de la naturaleza acababa hundiendo su bote en las profundidades de la sombra y la carne. Los gemidos causados por sus precisas zarpas volvían a mancillar el silencio. El viaje que había emprendido con la lengua alteraba sus caminos y sus destinos; el océano de su cuerpo se había encabritado, una vorágine tormentosa doblegaba todo el vigor de Hugo, condenando a su ser a naufragar tan hondo que sus palabras se quedaban en sílabas desmanteladas. Sin otro remedio que pelear por alcanzar la orilla del placer y no morir ahogado.

La muerte no les llegó pero se quedaron tumbados sobre el colchón disfrutando de algo parecido. Tumbados bocarriba en ese estado al que el sexo te entrega. Jugando a acompasar sus respiraciones.

-¿Qué hora será?- preguntó Hugo.

-No tengo ni idea. A ver…- dijo ella mientras alargaba la mano para coger su móvil que se encontraba en una mesita baja junto al colchón-, ¿ya? Joder, qué rápido pasa el tiempo.

-¿Tan tarde es?

-Pues son las cuatro.

-Mierda, y yo mañana madrugo, me tengo que ir.

-Anda, quédate…- le pidió Silvia.

-No me tientes - añadió Hugo mientras recogía a oscuras la ropa esparcida por el suelo de toda la habitación-, que sabes que tengo cosas de la universidad que hacer, más me gustaría a mí quedarme. Supongo que tendremos que esperar hasta el fin de semana que viene…

-Jo…- dijo Silvia a la vez que tiraba del brazo de Hugo para que mirase la cara de pena que había esculpido.

-No me mires así. Qué mala eres- concluyó en tono jocoso.

Hugo acabó de vestirse y se despidió con un beso. Bajó las tres plantas de la casa con sumo cuidado para no despertar a los padres de Silvia que dormían en el segundo piso. Una vez en la planta baja salió a la calle y cerró la puerta con la misma meticulosidad.

La casa en la que Silvia vivía era gigantesca, una edificación de tres plantas que atinaba a estar situada junto a las ruinas vivientes del pueblo, y a ser tan vieja como ellas, y si no tanto, lo suficiente como para que ningún vivo hubiera visto algo distinto en el vasto espacio que ocupaba -tan vasto que incluso sus puertas asomaban a dos calles distintas-. Aunque el coloso estaba partido por la mitad. La vivienda había pasado a través de las venas de más de una y de dos generaciones, pero las familias ya no viven bajo las mismas formas y donde antes había abuelos y abuelas; madres, padres, cuñados y cuñadas; sobrinos y sobrinas; hijos, hijas, primos, primas, nietos, nietas y algún que otro bisnieto o bisnieta, ahora solo vivían un padre una madre y una hija. Con estos moldes de convivencia importados de las nuevas sociedades la casa se iba quedando pequeña a medida que la sangre fluía y como el niño gordo que quiere adelgazar y va comprobando como a cada mes le sobra tela donde antes las costuras sufrían, algunas de las partes de la casa iban quedando en desuso hasta lo que es hoy: unas cuantas habitaciones arregladas para la vida perdidas en un mar de salones, trasteros y despachos empapados en polvo. Territorio de arañas y ratas.

***

Silvia se quedó sola bajo el edredón, con la misma ropa con la que Hugo le había dejado. Bañada en oscuridad y acompañada por los crujidos de las colañas, los chirríos de las bisagras de alguna puerta que se había quedado abierta, los soplidos y silbidos del aire al colarse por el resquicio de una ventana. Estaba acostumbrada a esos sonidos, no le quitaban el sueño. Vivía en una planta para ella sola, alejada de las únicas dos personas que compartían la misma vivienda, aquellos sonidos no la intimidaban. A pesar de ello, aquella noche le pareció escuchar a lo lejos algo distinto a las voces con las que la casa le susurraba.

Un leve ruido lejano rompió su camino hacia el sueño. Un sonido seco comenzaba a repetirse con cierta constancia como si alguien estuviese golpeando una superficie con un ritmo fijo. Cada vez más fuerte, el murmullo crecía en el negror de la noche, más allá de la puerta del dormitorio. El rumor se acercaba. Una sombra que se deslizaba en la oscuridad parecía subir las escaleras con una pausa inconmovible. En su mente aquel eco había cobrado sentido y ahora oía como alguien posaba un pie en un escalón y otro pie en el siguiente. Su corazón se aceleraba hasta el punto en el que confundía sus latidos con los pasos. Solo podía imaginarse una silueta oscura acercándose hasta ella, trepando en el crepúsculo. El silencio invadió su paranoia. Trataba de afilar su oído para comprobar si el caminar continuaba matando las distancias. Nada. Solo tinieblas. Su corazón aflojó el ritmo e incluso se lo ocurrió la idea de vestirse y despojar a la oscuridad de su misterio. Estaba incorporándose en la cama cuando los pasos, más cercanos y más rotundos que antes volvían a arrebatarle la tranquilidad. El ritmo volvía a reproducirse ingeniando una sonata terrorífica a la que se le añadían nuevas notas. Un agudo chirrido que le traía a la cabeza la goma de una suela reptando por el suelo. Ya nadie subía escaleras, la sombra parecía haberse detenido en el descansillo y caminar con total parsimonia por la habitación situada entre las escaleras y donde, ahora Silvia, tan solo alcanzaba a taparse la boca con las manos para que el frenesí de su respiración no se notase. La puerta estaba cerrada y desde su cama era incapaz de ver qué pasaba en la sala contigua. Se sentía encerrada. Con un ruido al acecho que se había ido aproximando desde el silencio absoluto. El soniquete se rompió, la pausa seguida de una pisada ya no seguía ningún orden. Se oían unos cuantos chasquidos seguidos y luego silencio. La marcha hacia ella había cesado, los ruidos de al lado venían de la lejanía y se perdían en la misma. Silvia sentía que en ocasiones los mismos ladrillos del piso ronroneaban bajo el peso de algo junto a su puerta, percibía suspiros al otro lado e incluso podía notar como una mano acariciaba la madera.

El ruido se esfumó. Silvia se quedó agazapada bajo las sábanas, despierta hasta que el amanecer vistió la habitación de luz, por si acaso, esperando a que los ruidos volviesen a producirse. Pero no. Nada. Ni una sola pisada. Como si la sombra se hubiese quedado petrificada mientras palpaba la puerta. Por la mañana, la abrió con delicadeza y allí no había nada ni nadie. Miró por toda la habitación y nada. Nadie. Si alguien había estado a pocos metros de ella hasta hacía unas horas, no había hecho ruido al marcharse.

***

Silvia pasó el resto del día sumergida en sus reflexiones y con algún que otro tembleque causado por el miedo residual. Se decía a sí misma que no podía haber sido un sueño, había estado toda la noche en vela. Se debatía a sí misma en la certeza que cabía en el hecho de que alguien se hubiese plantado frente a su habitación para finalmente ni tratar de entrar, ni violarla, ni robar, ni matarla. ¿Qué había pasado? No tenía respuesta a eso. Decidió pensar en que todo había sido extracto de una paranoia y se dedicó el día a repetírselo. Una y otra vez. Pero, a su elaborada convicción la destrozaron los hechos. Silvia se encontraba en la planta de en medio preparándose la cena en la cocina cuando su padre llegaba del trabajo.

-¿Hay alguien?- dijo él subiendo las escaleras.

-Sí, estoy yo, aquí en la cocina.

-Hola cariño -dijo desde el marco de la puerta-, ¿está tu madre?

-No, se ha ido hace un rato a no sé dónde y aún no ha vuelto- le contestó sin prestar mucha atención, untando un bocadillo de mayonesa-, ¿por qué lo dices?-le hizo decir el hábito de preguntarlo todo, aún cuando no importa.

-No, por nada, por saber si había venido el cerrajero. ¿Tú sabes algo?

-¿El cerrajero?- preguntó Silvia extrañada.

-Sí, se ve que por los visto unos gamberros han reventado la puerta de la casa vieja, se pensarían que allí no vivía nadie e hicieron la gracia…-espetó con resignación-. Pero bueno, al menos he estado mirando y no se han llevado nada, así que no te preocupes, que es eso, lo que yo te digo, cuatro tontos que vieron una casa antigua y pensaron que ya habían encontrado un escondite para fumarse unos porros.

La cara de Silvia empalideció y se puso del color de la mayonesa. El castillo que se había construido en su mente para refugiarse de sus temores acababa de ser destruido. Alguien entró la noche anterior en su casa, y subió las escaleras con una tranquilidad patológica, y merodeó por la habitación contigua a su cuarto, y toco su puerta; pero no la abrió. Esa idea rebotaba en su mente incapacitándola para pensar en otra cosa. Se quedó paralizada. ¿Cuánto tiempo había estado dentro de la casa?

-Silvia, ¿estás bien?- preguntó su padre preocupado.-

-¿eh?- dijo ella desconcertada, sumida dentro de sí misma- Sí, sí…- acertó a reaccionar antes de coger el bocadillo a medio preparar y subirse a su cuarto sin decir nada.

Aquella noche tampoco pudo dormir por el temor a que la sombra despertase de su sopor y volviese a pasearse por los rededores de dónde ella dormía. No ocurrió nada. El único sonido que pudo escuchar fue al viento sacándole gruñidos a una veleta oxidada que daba vueltas en el tejado. Trató de hacer lo mismo al día siguiente pero su vigilia sucumbió a las necesidades biológicas. Aún así, en el tiempo que se mantuvo despierta no escuchó a nadie acechar su tranquilidad. Y así fue hasta que llegó el fin de semana. Hubiese sido lo que fuese se había ido.

Era viernes y la noche ya comenzaba a aspirar la luz del día con respetuosa parsimonia. Los padres de Silvia se habían ido unas horas atrás y ella estaba tirada en su cama leyendo a Nietzsche, esperando a Hugo. Cuando llegó subió hasta la habitación y la saludó con un beso.

-Aún no entiendo cómo puedes leer el…-dijo mientras señalaba el libro que Silvia estaba leyendo y acercando la cabeza para fijarse en la portada- Anticristo por placer, joder, si así ya por el nombre suena mal.

-Cállate y ven aquí- ordenó cariñosamente Silvia.

-Qué ganas tenía de que fuese hoy- le susurró Hugo al oído mientras le cogía el libro de entre sus manos y lo lanzaba por los aires-. ¿Y si apago la luz?

-Yo voy, tú quédate ahí.

Silvia se incorporó y se acercó con andares con ambiciones de seducción hasta el interruptor que estaba junto a la puerta. Y cuando ya estaba alargando la mano y acariciando el pulsador la luz se esfumó.

-Mierda- dijo ella.

-¿Qué pasa?

-Que se ha ido la luz. Seguro que mi madre se ha ido y ha dejado la lavadora y la secadora enchufadas- se quejó-. Ahora vengo.

-Silvia… sin luz. Mejor, ya iremos luego.

-Sí, seguro, luego cuando estemos ahí tirados y no haya Cristo que nos levante- afirmó con rotundidad-. Dame el mechero, anda, que no se ve una mierda.

-Toma, terroncito de azúcar mío- ironizó-. No tardes.

Silvia salió del dormitorio. Las tinieblas bañaban hasta el último resquicio de la estancia. La luna que tanto brillaba hacía una semana había fallecido. Encendió el mechero y una esfera de cálida luz le permitió ver todo aquello que no estuviese más lejos de pocos pares de palmos. La llama del mechero se desperezaba y se abrazaba a sí misma al son de los pasos. Cruzó la habitación de al lado y enfiló las escaleras con precaución; agarrada a la barandilla medía cada paso con la vista puesta en los escalones. Tres, cuatro, cinco… y así iba, con delicadeza, hasta llegar al segundo piso. Tan solo le quedaba la mitad. Los plomos estaban en un cuarto pequeño en la planta baja, junto a la entrada. Formaba parte de ese entramado de cuartos desolados, abandonados al desgaste del devenir. Silvia siguió con su camino y tras salvar la entreplanta se le erizó el vello. Se quedó agarrada a la barandilla durante un instante. Oía algo. Algo que ya había escuchado antes. Un soniquete acompasado había aparecido más allá del telón de negrura. Otra vez. Se aferró al pasamanos con fuerza, la sangre tomaba carrerilla en sus venas; podía notar las envestidas en las sienes. Su oído trataba de adivinar de donde provenía el ruido. Extendía su mano enfocando los dos tramos de escalera con la llama. Nada. Sombra. El ruido se acercaba con presteza. El ritmo se agilizaba y la intensidad de los golpes producía un eco que rebotaba en las paredes. Sentía que el sonido le llegaba desde todos los flancos. El espectro se deslizaba escalón a escalón. Sentía como la barandilla se movía. Solo quería salir corriendo y no encontrárselo de frente. Se acercaba, estaba próximo, junto a ella. El sonido de un jadeo a pocos metros le golpeó el oído y la dejó paralizada un instante. Estaba a sus espaldas. Descendiendo. La adrenalina brotó con ímpetu despertándola de su letargo, y sin perder tiempo en alumbrar la figura enfrentó las escaleras con una agilidad que solo podía provocarla el terror. Tras ella, el ritmo, aunque inquebrantable, se aceleró. Una figura la perseguía desde la penumbra. La carrera hizo que la noche se comiera la llama del mechero. Unos resuellos ajenos patinaban en la cerrazón. A cada paso más próximos. El calor de un suspiro le rozaba la nuca y le fragancia del hálito penetraba en sus sentidos. Bajaba las escaleras a saltos. Tratando de distanciarse del aliento que le acechaba. Alcanzó, al fin, la planta baja. Hizo resurgir la flama del mechero. Alumbró el cuarto de los plomos y corrió hacia la puerta. Una vez dentro la cerró lo más rápido que pudo y pasó el pestillo. Silencio otra vez.

Subió la clavija y supuso que la luz había vuelto. Volvió junto a la puerta y pegó la oreja a la madera. No se oía nada. Esperó durante un buen rato pero no podía quedarse allí eternamente. Hizo un mapa en su mente de lo que quedaba al otro lado y visualizó el interruptor. Tomó aire, tragó saliva y descorrió el pestillo con delicadeza. Giró la manivela y salió disparada en busca de iluminación. Sus dedos pulsaron el interruptor y la luz invadió el lugar. Pero no había nadie. Inspeccionó la sala y allí no había nadie. La sangre, con algo de miedo disuelto, aún fluía acelerada. Se quedó mirando a las escaleras perderse en la penumbra de la primera planta y, como un rayo se acordó de Hugo y un escalofrío recorrió su cuerpo desde los talones a las sienes.

-¡Hugo!- gritó acelerada.

-¡Qué!- se oía a lo lejos.

-Joder…-Se dijo Silvia para sus adentros, aliviada- ¡no, nada! ¡Ya subo!

Silvia subía las escaleras después de haber encendido todas las luces que pudo. Estaba más tranquila pero ascendía por la casa con cierta prisa, no se le olvidaba que hace solo unos minutos había notado en su nuca la cálida exhalación de un jadeo anónimo. Tan solo quería reunirse con Hugo y sentir la seguridad de un abrazo. Salir de la casa e ir lejos. Aligeraba el paso conforme se acercaba a su habitación. Podía ver la luz de su cuarto merodear por el marco de la puerta desde las escaleras. La puerta de su habitación estaba cerrada. Gritó el nombre de su amado a pocos paso de la puerta, pero al abrirla se daría cuenta de por qué nadie había contestado a su llamada. Allí no había nadie. Hugo no estaba. Alzó la voz todo lo que pudo para arrancarle al vacío una réplica, fracasó. Le parecía que el aire empezaba a escasear. Se le pasó por la cabeza que podría haber sido Hugo el que la hubiese perseguido, pero la idea se perdió en una nube de suposiciones cada cual más aterradora que la anterior; había olido el olor del aliento desconocido y desde luego, no era el sabor que hacía unos instantes había sentido al besar a Hugo. Y si él no había sido, dudaba mucho que ahora se hubiese escondido para asustarla, y menos con las intenciones tan vivas que tenía. La posibilidad de que le hubiese pasado algo se expandía sin prisas por todo su cuerpo; un hormigueo frío que comenzaba en las yemas de sus dedos le agarrotaba todo el cuerpo a la vez que se abría paso hasta su pecho. Mientras el pánico se hacía con ella, un estrépito procedente de las escaleras llegó hasta sus oídos. El frío volvió a convertirse en calor, y sin pensar qué podría ser si quiera el ruidoso golpe, se dejó llevar por la inercia de la situación. Cruzó el umbral del dormitorio, atravesó la habitación contigua y se encaramó hacia las escaleras; nada parecía haber provocado tal estallido. Descendió con precaución. Con mil ojos. A cada paso echaba la vista atrás y comprobaba que no hubiese nadie. Las luces aún estaban encendidas, y aunque a Silvia le daban algo de seguridad, poca diferencia habría habido si la oscuridad lo anegase todo. Un silencio perverso apenas era despojado de su soberanía por alguna colaña crujiente o el susurro de una corriente de viento. Maldecía no haber cogido algún objeto para defenderse mientras arrastraba los pies por los escalones con suma prudencia; cada vez que avanzaba un poco alargaba el cuello y se asomaba a la primera planta. La vista apenas le alcanzaba a ver los últimos escalones desde lo alto, pero conforme bajaba su campo de visión se ampliaba.

Algo, junto al último escalón llamó su atención. Algo yacía en el descansillo de la primera planta, pero Silvia no acertaba a adivinar qué era. Aumentó la precaución y su ritmo se redujo para ganar tiempo en pensar en qué hacer hasta que la realidad la azotó y se acercó al bulto con toda la presteza que sus piernas le prestaron.

-¡Hugo!- gritó al entender que el estrépito que había oído había sido el impacto de un cuerpo al caer de la planta de arriba-.

El cadáver estaba bocabajo -por eso le había costado reconocer qué era-, flotando en un charco de sangre y rodeado por un aura de virutas púrpuras salpicadas por el golpe. Las lágrimas que descendían por las mejillas de Silvia encontraban la causa de su nacimiento en una fusión de miedo y dolor. Dio la vuelta al cuerpo y vio la cara a la que tantas horas de miradas apasionadas le había prestado desfigurada. Sus brazos parecían los eslabones de una cadena y en su cuello, un corte había vaciado de savia la yugular.

El terror la devoraba. Estaba aturdida, como si hubiese sido ella a la que hubiesen tirado contra el suelo desde varios metros de altura. Sentía en la cabeza cada latido de su corazón como el golpe de un mazo, y su cuerpo le parecía una losa de granito que apenas podía mover. Toda su energía se centraba ahora en descender por el último tramo de las escaleras y llegar a la calle, el resto se escondía tras una densa neblina allí en su mente. Puso una pierna delante de la otra e hizo una fuerza digna de un titán para desprenderse del anquilosamiento que sufría. Estaba a veintitrés escalones de la calle; cada vez que subía las contaba con la mente, esta vez haría lo mismo pero en orden inverso, deseando con todo su ser llegar a cero. Corrió escaleras abajo, visualizando en su mente la salida. Escalón número dieciséis: "un poco más de la mitad", se decía. Escalón número trece; podía ver la puerta al fondo. Escalón número cinco; las escaleras estaban a punto de llegar a su fin. Escalón número uno. El pie derecho se apoya en el suelo y una tranquilidad parcial la consuela. El pomo de la puerta se encuentra a unos pasos. Silvia corre hacia él, ignorando el ruido de una puerta abrirse a sus espaldas y el hedor de un aliento cercano. Alargó la mano y sintió con la yema de sus dedos el tacto frío del pomo en cromado; algo le impidió seguir avanzando y hacerlo girar. Notó una punzada en la cabeza. Trató de continuar hacia la calle pero era presa por el cabello. Otro tirón la hizo retroceder, y se hubiese caído si no fuese porque su espalda quedó apoyada contra el pecho de su alguacil. Silvia percibía en su mejilla el calor nauseabundo de su aliento. Y tras el rumor de una carcajada, advirtió una presión en su cuello, un roce agudo que le provocó la sensación de estar vaciándose. Los ojos se le cerraban; se veía sumida en un terrible marero que la hizo desfallecer; las piernas se debilitaban y se le quebraban bajo el peso de su cuerpo. Fue liberada y su cuerpo se precipitó contra el suelo. Los cinco sentidos se iban apagando paulatinamente. La oscuridad abrazó su contorno; un fluido humedecía la mejilla que se apoyaba en el suelo, sentía como se expandía y como cuanto más caudaloso se hacía el río mayor era la debilidad que la rodeaba. Lo último que escuchó antes de perderse en la placidez de un letargo eterno fueron unos chasquidos cercanos.

-Charcos de lluvia funesta… amo su olor.