lunes, 25 de junio de 2012

Los ángeles no tienen nombre.


Estaba él apoyado en la baranda de hierro forjado, siguiendo con el dedo la espiral de uno de los barrotes que se enrollaba sobre sí mismo. Miraba, desde el balcón, como el sol se agazapaba entre los edificios y soltaba algún destello furioso antes de que el horizonte se lo comiese, ajeno a la presencia que se acercaba con sigilo para sorprenderlo con un beso en la nuca y sacarlo del absurdo de contar cuantas veces era capaz el hierro de circunvalarse. Ella, aún sin haberlo sacado de su obnubilación, le pegó un tirón del brazo y le dio la vuelta, para situarse frente a frente y saludarle comprobando a qué sabían sus papilas gustativas. Tanto le gustó el sabor, que como si en vez de brazos tuviese cadenas se abrazó a él y hundió las uñas en su espalda, y las arrastró por la piel tatuándole con pasión unas alas.

Él, recuperado ya de la sorpresa, le dio potestad a la lengua para elegir los destinos de sus propias excursiones; se escabulló por la comisura de los labios y le dio por trepar por los pómulos de ella inventándose un camino de eses con las que evitaba sus pecas hasta llegar hasta el lóbulo de la oreja donde le susurró unas palabras en un idioma tan dulce, nuboso y suave que hasta las peticiones más voluptuosas se tornaban en deseos pulcros.  Se separó de su oreja y con los pulmones llenos, soltó una bocanada de aire que lanzó sobre su cuello y fue bajando hasta casi la altura del ombligo. Las prendas de vapor de agua que tenía ceñidas a la piel quedaban difuminadas hasta desaparecer conforme el soplido las atropellaba.

Sin desearlo, y sin tener conciencia de ello, sus pies se despegaban de la superficie al tiempo que las nubes con las que estaban tejidas sus prendas  eran desmembradas, aspiradas, o simplemente apartadas abanicándolas con la mano. El sol anunciaba su ocaso y ellos, se erigían sobre el cielo; eclipsando a la luna. Flotando sobre el mundo y habiéndose despedido de la gravedad se recorrían las formas el uno al otro con celestialidad. Los cabellos de ella eran pelirrojos, y allí, en la altura de lo divino se esculpían a sí mismos cobrando formas vivas que cabalgaban con elegancia sobre sus cueros.

Bendecidos con la pasión y con la sangre hirviendo bajo sus cuerpos, se regalaban amor con los dientes, la lengua, las uñas, las manos, con la voz y hasta con la nariz. Sus miembros eran serpientes tendenciosas que se entrelazaban y que buscaban, con ansia devorar todos los frutos. Se bebían, se comían y se oían cantar de placer en ese dialecto que solo ellos podían articular. Sus cuerpos se fundían en sudor y efluvios que caían donde los mortales gota a gota. Llovía amor. 

martes, 12 de junio de 2012

Lo que el hielo me robó.



Se llamaba Nikolay. Y aún me acuerdo de la primera vez que se fue. Una madre no olvida los ojos con los que un hijo le dice adiós. Parecían dos esferas de azabache recién pulidas; grandes y brillantes. Me miraba con la cabeza inclinada hacia abajo porque, él, era muy alto aunque siempre me decía que no; "eso es porque no has visto a Alexandr o a Yuri", repetía cada vez que le pedía que no creciese tanto. Claro que había visto a sus amigos, solo que para mí  siempre sería el más alto, el más fuerte, el más listo y el más guapo. Siempre sería mi hijo.

Se fue a que lo mataran, con ese traje que dicen que es de un color que no es. Él levantaba la gymnastiorka con las dos manos en el aire y la miraba con tanta ilusión como pocas veces le vi sentir. Él debía ver verde. Yo en cambio, no sé si por algún azar premonitorio o por el desasosiego que le causa a una madre contemplar a su hijo sosteniendo la prenda con la que a lo peor acaba muerto, veía gris. Como si mirase una foto. Pero a Nikolay le encantaba, no el color verde, sino lo que representaba. No era un trozo de tela, al menos para él, era un símbolo. Y creía en ese símbolo; tenía una necesidad imperiosa de defenderlo. Yo le solía decir que no se enamorase de nada que no pudiese llevarse a la boca. Eso de encariñarse con las ideas lo aprendió fuera de casa.

Se fue el 23 de junio del año cuarenta y uno. La noticia de que los nazis nos habían atacado bruñó sus ojos hasta sacarles un brillo exacerbado. Esa mañana, unos golpes en la puerta me sacaron de la cama. El sol aún no asomaba por completo y algún que otro haz pincelaba una nube de naranja. Cuando abrí, al otro lado se encontraba Yuri, el amigo de mi hijo.  Se debatía entre el nerviosismo y el miedo, o quizás simplemente estuviese emocionado. Temblaba. Solo pudo pronunciar el nombre de Nikolay a trompicones. No me dijo qué ocurría. Si me lo hubiese dicho le abría cerrado la puerta en las narices. Pero no lo hizo. En cualquier caso, no habría conseguido nada echándolo. Se habría enterado de cualquier forma.

Me acerqué hasta la cama de Nikolay para despertarlo y le dije que preguntaban por él. Estaba esperando ese momento desde que tuvo la guerrera en sus manos. Abrió los ojos, y con una lucidez pasmosa fue a ver quién era sabiendo qué ocurría. No hablaron, ni una palabra. Se miraron, esperando a que alguno de los dos articulase la primera sílaba. Los temblores se contagiaban a través del silencio. No necesitaban frases. Sus rostros eran un portal que conducía a las profundidades de sus seres. Sentí cómo podía nadar entre sus temores, cómo el espectro de la muerte rondaba por sus consciencias. Pero había algo más: un fulgor que tragaba odio y ansiaba sangre. Una luz tan potente que cegaba. En ese momento fui consciente de que la cólera era la antorcha de aquellos dos ciegos. No había nada que hacer. Nikolay asentó con la cabeza y cerró la puerta. Se vistió de gris, me besó en la frente y se marchó sin prometerme que volvería.

*****
Los días se tornaron extraños. Cuando vives con la incertidumbre de no saber si tu hijo está muerto te vuelves insensible a todo. Llegaban algunas cartas, no muchas, pero alguna que otra recibíamos del frente. Esto no es Moscú, es un pueblecillo pequeño y por aquél entonces lo era aún más. La noticia de que unas palabras habían escapado a las balas, al fuego y las bombas  movía a cualquiera que tuviese a alguien en las trincheras a agolparse en la puerta del destinatario con la esperanza de que trajese noticias. No solía ser así. Lo más común era que fuese una simple señal de vida. O el aviso de algún camarada que avisaba de que tu hijo, marido o hermano había muerto. De Nikolay nunca tuve noticias. Llegué a enterarme de la desgracia de alguno de sus amigos. Pero nunca llegó ni una sola palabra sobre él.

La guerra acabó para Rusia en mayo del cuarenta y cinco. Se tomó Berlín y se hizo lo que se suponía que debía hacerse. Pasadas unas semanas, los soldados empezaban a llegar a sus casas con  cuentagotas. La euforia de haber vencido a los nazis desaparecía de sus rostros cuando entraban en el pueblo y veían en las caras de las gentes, la espera eterna a la que habían quedado condenados. No fue hasta pasado un tiempo que las camas frías de las recién viudas confirmaron lo letal que había sido la guerra. Los relatos, traídos del mismo infierno eran susurrados por aquél que se atrevía a revivir el desastre. Eran crónicas cargadas de destrucción, de hambre y de frio, cebadas de heroísmo por unos o de tragedia por otros, según quién las contara. Por el contrario, el silencio y el olvido era lo único que les protegía de tener que explicarle a la madre de un camarada en qué circunstancias había muerto su hijo. Pensaba que tras algo así se encontraba la historia de Nikolay. Nadie sabía nada.

Los meses pasaban más lentos desde que acabó la guerra. La esperanza de que alguno de los soldados que llegaban fuese Nikolay se desvanecía cada vez que uno de éstos no acababa en mis brazos. Pero ninguno de éstos era ni tan alto ni tan guapo. Casi lo doy por muerto. Falto muy poco. Pero volvió. Tardó cuatro años y tres meses pero volvió. Llegó el doce de septiembre, si es que la memoria me es fiel. Estaba irreconocible; el brillo de sus ojos se había tornado en asperezas. La ilusión con la que sujetaba la guerrera se le murió junto con otros muchos amigos, camaradas, compañeros y conocidos. Llegó sin uñas; con los dientes reducidos a la mitad, limados y con garabatos grabados a fuego por todo su cuerpo. Solo tuve la valentía en una ocasión para preguntarle por lo que le había ocurrido. Él me miró, a los ojos, con ternura y comprensión, aunque con algo de severidad. No pude sumergirme en la oscuridad de su mirada como había hecho otras veces. Quizás no había ya lugar en el que zambullirse ni emociones que curiosear. Se ve que en las uñas va el alma. Y así, sin decir nada, negó con la cabeza suavemente y enterró para siempre el origen de sus cicatrices.

Supongo que no es el tipo de cosas que se le cuenta a una madre. A pesar de ello, he escuchado historias en las que se dicen las cosas que los nazis les hacían a los presos de guerra. No sé hasta qué punto serían verdad… lo más sencillo fue no creer en esos rumores. Una, tras tantos años y tras otras cuantas penurias acaba dándose cuenta de que la vida es humo. La verdad no está hecha para las personas; nosotros nos desenvolvemos en una realidad en la que si el agua es agua, es porque moja.

Tras su llegada, la vida volvió a su cauce. Y la cálida rutina de una vida común llenó nuestros días. El fin de la guerra trajo una atmósfera de alivio y dejó en su carácter una impronta de sumisión y tranquilidad. Y aunque daría mi aliento por poder dejar de escribir aquí, hay existencias que están hechas para la desgracia y el dolor. Y parece ser que la de mi Nikolay es una de ellas.

Yo no estaba presente cuando se lo llevaron. Salió de casa dejando la cama sin hacer, a mediodía, y ya no pudo volver. Ni siquiera pude mirarle a los ojos por última vez; desde que la policía secreta lo arrestó nadie lo ha vuelto a ver. Cuando me enteré por una vecina de que me habían quitado a mi hijo fui a que me lo devolvieran. Lo que me dijeron entonces, escondía una maldad y una crueldad como la que jamás he visto en los años que llevo viva. Me dijeron que Nikolay había traicionado al resto de sus camaradas, que era un desviacionista y un contrarrevolucionario. Esas palabras, que ni siquiera ellos eran capaces de definir me golpearon como un rayo.

Esto no me lo dijeron, pero me atrevo a afirmarlo sin temor a errar: lo detuvieron porque había salido del cerco del sistema comunista. Aunque lo único que hubiese visto, sentido y sufrido más allá hubiese sido como le arrancaban las uñas una a una, la sensación de que una lima arañase sus dientes hasta convertirlos en tiza o el calor de una vara ardiendo dibujando en su piel los caprichos de algún hijo de puta. A los campos de trabajo que lo enviaron. Y todo por miedo, por un pavor que convirtió a cualquiera que hubiese estado expuesto a algo distinto al comunismo en enemigo de éste. Actuaron poniendo en cuarentena a los que podían estar infectados de un virus del que no sabían ni sus síntomas. Y por supuesto, Nikolay estaba infestado hasta la médula. Debieron pensar que si tras haber sido torturado estaba vivo, con algo habría comprado su vida. Si es que pensaron y no aplicaron sistemáticamente sus temores convertidos en proyectos letales.

Pensar que está vivo es un lujo que no sé si puedo permitirme. Con el tiempo, una se cansa de alimentar la esperanza; en ocasiones me siento como los burgueses de antes, acaparando piezas de oro y frotando esmeraldas y rubíes con paño durante toda una vida hasta que se mueren sin darse cuenta de que no hacían más que darle mantenimiento a sus grilletes. En parte hago lo propio con la posibilidad de que Nikolay siga con vida ahí, en cualquier rincón de un paramo siberiano. A veces pienso que, quizás, deshacernos de la esclavitud sea lo que nos trae la infelicidad. El feliz no puede ser libre; el amor, la riqueza, el poder. Todo son cadenas. Incluso el que se aferra a su libertad es esclavo de la misma. Únicamente elegimos de qué están forjadas nuestras cadenas. De esto me doy cuenta ahora… En cualquier caso, no se ha de tomar esto como un intento por mirar bajo los estratos de la persona, tan solo son torpes reflexiones que se me han ido iluminando en el desamparo de estos últimos años.

Hoy, tras casi ocho años de debatirme conmigo misma si abandonar a Nikolay y reconocer el fin de su agonía o engordar el sueño de un retorno, algo ha ocurrido con la fuerza suficiente como para cambiar mi realidad. Hoy, el cinco de marzo de un año cincuenta y tres, Stalin ha muerto. Y son las cadenas que me atan al aliento de Nikolay las que me han arrastrado a escribir la biografía de sus desdichas. Con la fe de que su historia despierte en los próximos dirigentes la comprensión necesaria para dejar, algún día, a esta madre morir bajo la mirada de su hijo.

martes, 5 de junio de 2012

El viudo poeta que era analfabeto y otros ayudantes.


Ha vuelto a ocurrir. Esta mañana, una diminuta criatura de homínidas formas me ha estirado de los pelos de la barba hasta despertarme. Un viejo de un palmo de alto me ha ordenado, con voz imperativa, salir de la cama y vestirme. Se me ha subido al hombro y ha sacado de mi oído una gayata, un puro y una caja de cerillas. Ha apoyado el bastón sobre su regazo y ha encendido un misto en mi cuello, lo ha acercado al extremo del cigarro y lo ha arrancado a caladas. En silencio, ha saboreado el tabaco mientras lanzaba al aire figuras de humo amorfas. Y así ha estado un buen rato hasta que ha estallado a hablar con un desenfreno digno de aquél que acaba de perder la mudez. Se ha presentado. Eusebio se llamaba, pero desde que se le murió la mujer, Leonor, prefería que le llamasen Antonio. Como Machado. Era analfabeto pero me recitó “A un olmo seco”, como si hubiese sido su pluma la que le hubiese pedido otro milagro a la primavera. Me comentaba que su hijo, que en buena hora fue a la escuela y que era listo como un lince, se lo recitó hasta recordarlo. Así se salvó el chaval de más de una colleja, reconocía gruñendo. Por lo visto, el lázaro que tenía por vástago le practicaba la extorsión con la poesía.

Que era de un pueblo del levante, pero que no me iba a decir el nombre. Que me lo imaginase yo, que todo lo que se desconoce se llama igual. Y yo, por no llevarle la contraria lo empadroné en Maríadelosmares en lo que tarda en pestañear un murciélago. Por cierto, villa paradisiaca donde las haya.  De esas, que aún besando el Mediterráneo y teniendo playas de color miel, están por desvirgar.  Resultó ser conformista e hizo de Maríadelosmares tierra natal como si se tratase aquello del mismo cielo bendito. Pescador de profesión que lo hice. Aunque no le debió gustar el mar cuando de un garrotazo en el lóbulo me corrigió. Que aunque junto a la playa hubiera nacido, pastor de cabras había sido engendrado. Una boina le echaba yo en falta a aquel cabrero. Se ve que en el levante no son de chapelas.

De camino a la cocina a prepararme el café del mediodía, aquel hombre seguía contándome las peculiaridades y las extrañezas de su vida. Le ofrecí una taza, pero me respondió que los que no existen, ni comen ni beben nada que tenga dimensiones empíricas. Las elucubraciones  suelen ser así de caprichosas. No me extrañó. Él, volvió a meter la mano en mi oído y desenterró de entre el cerumen un carajillo. Aún siendo la taza diminuta, rebosaba aquello un hedor a orujo destilado en casa que me arrancó una arcada.

            -Eusebio, ¿está usted seguro de que quiere beberse eso?

            -¿Qué no te he dicho que me llames Antonio, como Machado?- me insistió al tiempo que me calentaba la oreja con la gayata-. Y por supuesto que quiero bebérmelo, los efluvios del orujo me confieren atributos sobrenaturales.

            -Si de tan solo olerlo me está entrando la bobería, no me quiero imaginar lo que le pueda pasar a usted con ese cuerpecillo de hada levantina. Lleve cuidado, y no permita que los efluvios le hagan caer de mi hombro, que si no se acabó la conversación.

            -Déjate de sandeces. Mira a Baudelaire que se ponía el muchacho de ajenjo hasta el entrecejo y ahí lo tienes. Más vivo que tú y que yo juntos.

            -E…Antonio, está usted comenzando a delirar. ¿Usted sabe de quién habla?

            -¿Delirar? – dijo mientras trataba de alcanzarme la oreja de nuevo con el bastón, pero por lo visto entre los poderes que aquel brebaje le dotaba no estaba la puntería-. Deja de moverte que me mareo…

            -Si ya le he dicho yo que eso era veneno.

            -No me interrumpas que te arreo – decía como si en la amenaza trajese alguna novedad-. Te decía que el francés está más vivo que los dos juntos. Es posible que no respire. Eso no te lo niego. Pero vivo está. Es que tienes tú una visión de la vida un poco oscura. Y estrecha también. ¿Así que consideras vivo a un humanillo que te saca de la cama y que se te sube a la chepa pero el mamón del francés, al que le puedes hablar y que te escucha, porque hablar no habla que ya lo tiene todo dicho, está muerto? Eres un poco limitado.

            -Y usted está borracho.

            -Ya, pero lo mío es transitorio, como la vida misma.

            -Para no saber leer, tiene usted una verbosidad exquisita.

            -Díselo a mi hijo. A mí no me vengas con piropos que te arreo – de hecho lo volvió a intentar pero hasta perdió la gayata en el intento-. El caso es que te estaba diciendo que hay más de una vía  para mantener la vitalidad. Y con eso, ¿sabes cuál ha sido el mayor genocidio de la historia vuestra, la de los humanos? – comentaba la pobre criatura mientras bostezaba y apoyaba la cabeza contra la pared de mi cuello.
            -Ni idea. Aquí es usted el catedrático.

            - La quema de la Biblioteca de Alejandría – afirmaba con pena en la voz y tratando de combatir los efectos del licor-. ¿Cuántas almas quedarían allí, reducidas a polvillo?

Me quedé pensativo, tratando de digerir la batería divagadora que me había lanzado. Cuando traté de comentarle algo al respecto ya estaba él acurrucado entre los brazos de Morfeo. 
        
Eusebio o Antonio –como a él le gustaba-, comenzó perder opacidad hasta vaporizarse. Se había marchado. Es algo que suele pasar. Algunos que vienen se van sin contar todo lo que deberían. Ha habido veces que he tenido invitados, así los llamo yo, durante semanas. Como aquella mujercilla que se estaba ahogando en una jarra de cerveza y salvé de la muerte. Se pasó un mes subida en mi hombro. María, si no recuerdo mal. Decía estar muerta, y que más le valía la defunción que la vida. Le falló el recurso al suicidio. Se le había ido la hija con los angelitos y trató de seguir las migas de pan, pero se perdió en el sendero. “Cuando la muerte te ignora, o es que ya estás muerto o es que has revivido. Yo reviví”, parloteaba, con cierto deje, como si comentara con la vecina la granizada de anoche. Por lo visto, la rescató un buen hombre de morir a la intemperie, y no me dijo qué artes le aplicó, pero como propina a la resurrección le cargó encima un enamoramiento de los que hacen callo. Así estuvieron hasta que, sin quererlo con muchas ansias,  enganchó un embarazo del mismo modo que como se coge un costipado. Y el miedo a perder otra criaturilla, que se le metió  hasta en las uñas, hizo que una tarde se merendase una botella de vodka  y un bote de barbitúricos. Pues esto, que así contado parece que le falte sustancia, le costó soltarlo un mes. Parecía que no le importaba mucho lo ocurrido, pasaba agazapada entre mi melena la mayor parte del tiempo. No sé muy bien que le pasó, quizás el ver las rutinas abrasadoras de mi vida, y de las de todo el mundo que escrudiñaba como el loro de John Long Silver, le hicieron ver que su pavor no fue tanto.  Ver a tanta gente quejarse de una vida a la que se aferraba cambió algo en el mecanismo de su lógica. Al mes, ya  docta en la irrazón del ser humano, me contó lo que había venido a contar y se hizo uno con el aire.

Antes de irse me dijo al oído: “Que no te engañen; el vació existencial no existe, tan solo hay saturación de la nada”.

Todos aportan algo antes de irse. Pero no todos aparecen igual, ni siquiera todos son ensoñaciones mías, al menos no en su diminuta totalidad.  Algunos son personas que he visto antes y de los que me ha llamado la atención algo. El más mínimo detalle que despierte mi interés es válido para que a las horas, días o incluso años,  la señora mayor que canta rancheras en el metro se escurra por mi oído y se monte un trono en mi hombro. O el hombre que sobre una lona plantada en el suelo esparcía joyas de la literatura universal a precios de ensueño frente a la facultad, descienda por la patilla, con aires de escalador amateur, y se quede colgado del cuello de mi camiseta. Por poner algún ejemplo.

Cada uno tiene su particularidad. Hablo con ellos y me entero de sus sentimientos, de sus temores, y de sus sueños. Por mi parte no hace falta que les comente nada, se lo saben todo, ellos son producto de ese todo. Les suelo preguntar por aquello que me ha llamado la atención. A veces me lo explican con sumo detalle, otras veces – y esto es más común- me dicen que me lo imagine. Mejor dicho, me exigen que cree esa parte de su vida que yo no sé y que por tanto ellos tienen en blanco. Y me lo piden con nerviosismo, como si al formular yo la pregunta se hubiesen dado cuenta de que les faltaba medio pasado y todo el futuro. Que ni lo habían vivido ni lo iban a vivir, y que su único consuelo era que yo les diese uno postizo. Muchos se ponen histéricos porque no saben de dónde han salido. Más de uno se ha tirado desde mi hombro al suelo. Otros, que aparecen de forma excepcional tienen claro a lo que han venido. Narran su fantasía como en un teletipo y hasta me dan consejos y apuntes para cuando redacte la entelequia. Al fin y al cabo, para eso los creo.