domingo, 24 de febrero de 2013

Música para bailar


Para mí, como poco ha sido el descubrimiento del año. Quizá de mi vida, aunque aún es pronto para dejar escrita esta afirmación. Yo era una escéptica de todos esos aparatos y utensilios eróticos; que sabes por donde entran aunque no por donde salen. Pero, ¿qué os voy a decir? Mi opinión sobre estos juguetitos ha cambiado gracias a él, y perdonadme si me refiero a “él” como si fuera una persona, pero es que se ha ganado mi apego. Lo conocí, o mejor dicho, me hice con él, a través de mi amiga Ana. Fue ella quien lo compró, pero se hizo novio. A éste, por lo visto, no le gustó demasiado que un androide antropomorfo estuviera más tiempo dentro su amada que él y le dijo: « O el cacharro o yo, tú verás ». Ana, tras pensárselo durante  dos semanas decidió venderlo, y después de unas cuantas historias que ahora no vienen a cuento, llegó a mi cama; bueno, y a mi ducha, a mi sofá, a mi coche, a mi encimera, a mi oficina y a otros sitios que no sé muy bien por qué me da pudor enumerar.

Era lo último de lo último. El robot sexual más potente de todo el mercado. Tecnología japonesa; una delicia. A causa de que el modelo venía grabado en nipón no me enteré de cómo se llamaba hasta que en una de las veces que quedé con Ana, me preguntó: « ¿Qué tal el Pez Dorado? ». Supongo que al ver mi cara, desconcertada, se decidió a explicarme que era la traducción al español del nombre del ejemplar. Una vez ya sabiendo eso, contesté casi sin darme cuenta: « ¡Vaya, pues si que es verdad que tiene una anguila de oro! ».  Y ya ni te cuento si sabe usarla: así me quedó claro desde el momento que lo estrené.

La primera vez que tuve su áureo tiburón entre mis piernas sentí -¿cómo explicarlo…?-, que había una parte de virginidad que no me había sido arrebatada hasta ese momento.  Sí, efectivamente: fue algo nuevo, genial y vibrante –y esto último no es en sentido figurado-. Cuando fui a recogerlo al piso de Ana me dijo que funcionaba al contrario que los perros, que a éste había que moverle el rabo para que se pusiese contento. Yo, al llegar a casa, seguí su consejo, eso sí, con cierta desconfianza. Y como si fuera el genio más apuesto y cachondo del mundo, abrió los ojos al frotar un poco su lámpara. Desde entonces todo fue frenesí.

Me miró con sus ojos marrones y lo primero que se me pasó por la cabeza fue asombro por lo real que parecía: no era como un maniquí, ni como un muñeco hinchable. No, no, era todo un hombre, puede que no por dentro, pero para lo que yo lo quería era todo un hombre. Y mientras yo estaba ahí, atontada, pensando en que no se parecía en nada al consolador con patas y cabeza que yo me había imaginado, me agarró de la cintura y me acercó hasta su boca. Joder qué bien besaba. Ana me lo había entregado programado en modo duro, y cuando me quise dar cuenta me había arrancado la ropa. Asombroso; en diez segundos había destrozado todo lo que llevaba puesto, y todo sin separarse de mi boca. Pero nada de eso se puede comparar con cuando me tiró al suelo, y caminando a bocados franqueó la frontera de mi ombligo. Qué lengua. En un santiamén, consiguió un océano entre mis muslos para que su marrajo nadase a sus anchas. Y qué ancho…

Me besó, me lamió e iluminó todas mis cuevas con su luz calentita. Me embistió y me hizo balancearme sobre él hasta hacerme gritar. Acabé rendida, extasiada, sudada, y por qué no decirlo, algo escaldada. ¡Qué descubrimiento! Era perfecto; sí, una maravilla. Aunque, ahora que lo pienso mejor, puede que tuviera  alguna pega: debido a un fallo de fábrica, en vez de reproducir el sonido de un gemido, hacía sonar melódicos conciertos de acordeón cuando se acercaba al culmen de su actuación. Las primeras veces, me resultó extraño, incluso perturbador, pero he de reconocer que con el tiempo he adquirido tal dependencia a esas melodías de acordeón que no puedo tener sexo sin ellas.

martes, 19 de febrero de 2013

Arlette


Arlette, con trece años ya había trabajado en los algodonales durante toda una temporada. Cumplía un año en la granja de Victorien Kambire el primer día de noviembre. Esa misma mañana, se despertó antes que nadie; metió la mano bajo su colchoneta y sacó una adaptación infantil en francés de La isla del tesoro y una mina desnuda de lapicero. Aún era de noche, pero no tuvo que esperar demasiado para que las primeras espigas de sol que entraban por las ventanas le dejaran llevar a cabo su cometido.

Abrió el libro por la última página, comprobó que estaba en blanco, cogió aire, tiró de ella con cuidado hasta arrancarla, se secó la lágrima que rodaba mejilla abajo y se dispuso a escribir.

« Manjou, hermano mío, es Arlette, o sea yo, la que te escribe esta carta desde Burkina Faso.»

Arlette, miró la portada desconchada del libro, y se preguntó si Manjou habría conseguido llegar a Costa de Marfil. Hacía ya un año que la había dejado a cargo de Victorien para marchar en busca de trabajo. A ella, le gustaba cerrar los ojos y recordar, como otras tantas veces, el beso en la mejilla que le dio su hermano antes de montarse en la camioneta. Cada vez que lo hacía, sentía de nuevo el roce de su barba espesa y la ternura de sus ojos hundidos  y enormes, que brillaban en sus cuencas como una antorcha al final de una cueva. Lo veía de espaldas, partir sobre sus sandalias y enfundado con sus mejores galas: un pantalón de pana marrón y una camiseta de algodón, que a pesar de que un día fue blanca, ahora tenía un tono cercano al de los pantalones.

Un ruido cercano la sacó de su espejismo. Sobresaltada, recorrió la habitación con la vista, pero tan solo era un niño retorciéndose en su camastro. Volvió a respirar tranquila antes de seguir.

«Lo siento mucho – escribió-. No me ha quedado más remedio que hacer esta carta con una hoja del libro que me dejaste. Ya sabes lo que me gusta, es lo único que me queda de ti, así que espero que entiendas que esto es importante.

Te echo mucho de menos, y también las tardes que pasabas enseñándome a leer y a escribir, aunque te habrás dado cuenta de que he mejorado mucho. Yo creo que es porque he leído mil veces la Isla del Tesoro…»

Arlette contuvo un sollozo y continuó.

«Hoy es el primer día de la cosecha del algodón y no voy a poder aguantar otro año más. Ayer acabamos de arar. En otras granjas utilizan animales, pero aquí, Victorien dice que no tiene dinero para bueyes y lo tenemos que hacer nosotros con una azada. Me duele la espalda y los brazos de cavar. Y también la cabeza, pero no de cavar. Me duele porque si Victorien nos ve descansar un poquito nos grita nos obliga a seguir. Y si ve que no nos quedan fuerzas se acerca con un palo y nos da en la cabeza hasta que volvemos a la faena. Por las noches tampoco puedo descansar porque dormimos sobre un colchón tan duro y tan fino, que solo  me sirve para esconder ahí tu regalo para que no me lo quite nadie.»

Mientras escribía, la mina se partió en dos. Una de las partes se perdió en el manto de colchones que cubrían el suelo; el otro trozo, en cambio, se quedó en su mano. Miró el trozo de carbón y suspiró aliviada al tiempo que miraba más allá de la ventana. Donde ahora veía tierra estéril, dentro de unos meses las flores de algodón regarían de púrpura el valle. Arlette, al imaginarse tal paisaje, no pudo evitar recordar que en primavera, Manjou siempre robaba una flor de algodón para ella. Y aunque nunca supo cómo se las arreglaba para conseguirlo, cada vez que se veían acababa luciendo los pétalos de color carmesí en su pelo.

«Hermano, ven y llévame contigo. No me dejes aquí, que si me quedo otro año voy a morir. No puedo aguantar más los golpes de Victorien en la cabeza, ni las horas al sol cavando, ni cargar los fardos de algodón de aquí para allá… Manjou, pídeme lo que quieras. Yo puedo trabajar, se hacer cosas. Puedo ganar dinero, y te prometo que te lo daré todo. No me quedaré nada. Hasta puedo esforzarme para que tú no tengas que hacerlo y que así puedas hacer lo que siempre has querido: estudiar Filosofía. Sí… déjame estar a tu lado cuando seas un gran pensador. No sé de qué otra forma pedírtelo, ni tampoco sé si recibirás esta carta, pero si lo haces tengo la esperanza de que me rescates de este infierno.

Arlette Kamboule.

Te espero, hermano.»

Arlette soltó la mina y alzó la carta. La releyó y comprobó que, a su juicio, no había faltas de ortografía. «Cuando la lea, estará orgulloso de mí», pensó antes de doblarla con prisas y salir de la choza de adobe esquivando los huesos durmientes. Fue corriendo hasta la casa de un amigo de Manjou; Arlette había escuchado que éste iba a irse a Costa de Marfil a buscar trabajo y pensó que él le podría dar la nota a su hermano.

El amigo recibió la carta y le prometió dársela si lo veía. Arlette volvió corriendo a la finca de Victorien. Una vez  dentro de la casa, escondió el libro y lo que quedaba de mina e intentó dormir un poco antes de que comenzara la jornada.

 La esperanza la arrastró hasta el mundo de lo onírico, donde se encontró a Manjou, acercándose hacia ella, con parsimonia, entre los surcos de la tierra, con una flor del algodón en cada mano.