Los gritos la habían
sacado de sus sueños. Era la segunda vez esa semana. La primera vez le bastó
con acurrucarse bajo las sabanas y estrujar la cabeza entre la almohada y el
colchón, para no oír. Pero aquella noche, los insultos y los improperios que su
papá y su mamá intercambiaban se colaban entre el relleno mullido de la
almohada, y le llegaban a los oídos, haciéndola retorcerse y patalear,
impotente, porque tenía que oírlo. Sus papás cerraron la puerta del salón; como
si se hubiesen dado cuenta de que podían despertar a su hija y que ahora, con
la puerta cerrada, el ruido no saldría de allí. A la niña, lo que más le atormentaba
no era que le arrancasen el sueño a gritos sino que le llegasen las frases
entrecortadas y solapadas por un grito más potente. No podía silenciarlos ni
entenderlos; se sentía condenada a sufrir la arroyada de berridos que tenía
lugar a unos metros.
La niña caminó por el
pasillo hasta llegar a la puerta. Iba descalza y de puntillas, de modo que todo
lo gélido que tenía el mármol en aquella época del año se concentraba en las
yemas de los dedos del pie. Trató de asomarse a la cristalera translucida que
tenía la hoja de la puerta a media altura, pero no llegaba bien y tuvo
estirarse hasta notar como las falanges de los dedos sostenían todo el peso de
su cuerpo. Al otro lado, su mamá acostada en el sofá, de cara a la televisión y
su papá, mirando a su mamá, de espaldas a la tele.
—¡Tu madre es que es mala! ¡Veneno!
Y tú gilipollas, por no verlo.
—En tu
familia son todos santos, ¿no? Venga, lo que me faltaba...
Tenía que dejar de
mirar de vez en cuando porque sentía cómo le crujían los dedos, pero cuando
descansaba la piedra helada seguía bajo ella y aunque dejase un rato el pie en
el mismo sitio, el mármol no cogía la temperatura de su cuerpo. Podría volver a
su habitación a coger unos calcetines, o incluso unas zapatillas pero lo que
ocurría al otro lado la tenía secuestrada. Además, tanto le dolía verlos así
que pensaba que los calambres en los gemelos, el frío en los pies y el dolor en
los dedos eran efectos secundarios que los gritos le producían a ella; y que
nada podrían hacer unos calcetines y unas zapatillas.
—¡Que me dejes en paz!
Déjame ver la tele. Quítate de en medio o te estampo el mando en la cabeza.
—Tú que vas a estampar.
El mando pasó cerca de
la cabeza de su papá y acabó contra la pared, explotando en una palmera de
trozos de plástico negro, botones rojos, verdes y pintura desconchada de color
amarillo huevo. Como si algo también hubiese estallado en el estómago de la
niña, un retortijón la estranguló desde su interior. El dolor la plegó sobre sí
misma. Se echó una mano la tripa. Tuvo que cerrar el esfínter para evitar que
algo que no sabía qué era saliese de su cuerpo. Quizás una rata que la devoraba
por dentro. Se estiró de nuevo y su barriga crujió otra vez.
—Tú estás mal de la
cabeza.
—Que me dejes, que no
te aguanto.
La niña contrajo aún
más fuerte el esfínter para evitar que un sonido flatulento delatara su
posición. Notó que se hinchaba como un globo y pensó que acabaría reventando, y
sus papás sabrían que estaba escuchando porque lo dejaría todo perdido. La niña
no reventó. Aguantó en silencio. Ellos no hablaban. ¿Habrían parado ya de
discutir? Ahora se darán besitos, pensó la niña. Ojalá se den besitos ahora. Y
se asomó de nuevo, pero un rayo la atravesó antes de que pudiera acercar los
ojos al cristal. No pudo apretar el esfínter a tiempo. Un riachuelo denso y
cremoso comenzaba a gotearle del camal del pijama. Se secó las lágrimas de la
vergüenza. No la veía nadie, pero el pudor le caía a pegotes por las piernas.
Los gritos habían parado, pero no llegó a oír los besitos. Pensando que ya no
había más que escuchar volvió a su cama; a acurrucarse de nuevo bajo las
mantas, y esta vez, a abrazar a la almohada con la fuerza con la que se abraza
la dignidad.
Lo que la niña no sabía
es que no había acabado y que sus papás se habían quedado callados, mirándose;
pactando el preámbulo a la catástrofe.
—Pues divorciarte si no
me aguantas. No sé a qué esperas.
—¿Que me divorcie? ¡Y
tanto que me divorcio!
—Yo me voy. Qué te
aguante tu madre.
La niña lo oyó desde la
cama porque aquellas frases fueron pronunciadas con una claridad que no
permitía arrepentimientos. Al acabar, su papá salió de la casa dejando el eco
de un portazo y su mamá se quedó en silencio, con la voz de la televisión resonando entre las paredes
de color amarillo huevo.
A la niña le daba igual ya.